Desde que las comunicaciones
se convirtieron en “ciencia” (término para mí un poco pretencioso) y pasaron a
formar parte indispensable de una estrategia de negocio, nuestros amigos
marketeros y nosotros comunicadores hemos mantenido, como dice el valse criollo,
“respetable distancia”.
De un lado a otro del tablero
nos miramos, nos medimos y nos gruñimos; por supuesto, trabajamos juntos, pero
algunos de nosotros no dejamos de ver en ellos a un grupo de
pretenciosos yuppies, que manejan términos de negocios complicados,
mientras que ellos nos consideran como una oveja negra, necesaria solamente por
la facilidad para gestionar ciertos procesos “blandos” (las percepciones en
este caso son simples generalizaciones, pero corresponden a testimonios
reales).
Por suerte, en los últimos
años trabajo con un grupo de marketeros de quienes he aprendido muchísimo
(#mijefeesmarketero #paterodetected).
La verdad, no siempre fue
así; los tira y afloja han sido una constante a lo largo de mi carrera,
sazonados, claro está, por litros de antiácido consumidos de tanto explicar qué
es lo que hago y por qué en muchos casos es imposible reflejar mis resultados
en números.
Nuestro trabajo diario es la
gestión de lo intangible, de la imagen de las organizaciones para las que
trabajamos. Ello no impacta directamente en las ventas; pero lo hace en ciertos
factores cualitativos, como la reputación, que obviamente influye cuando una persona decide
por una marca u otra.
Debemos de reconocer que no
necesariamente somos los responsables directos de generar los drivers principales
que impulsan una compra, para eso está la publicidad, hija predilecta (y
adinerada) del marketing.
Más de una vez me he visto
enfrentado a eficientes ejecutivos (as) que exigen que las cifras logradas por
el PR igualen lo invertido en marketing, situación en muchos casos imposible.
Ello supone, desde su punto de vista, que su producto aparezca en “tal o
cual medio”.
Situación recurrente, frente a
la que siempre aplico la misma fórmula: luego de explicar que, a diferencia de
la publicidad, no puedo comprar espacios, sino que por el contrario debo
“vender contenidos interesantes”, les pido que desde su experiencia de
televidente, lector o radioescucha, me digan en qué programa o sección de dicho
medio ven a su producto.
La respuesta siempre es vacía
y, en muchos casos, se limita al “defínanlo ustedes, que son los expertos”; alguna
vez, los pedidos han venido con la exigencia de “salir en el programa de
Fulano, so riesgo de concluir nuestra relación contractual”.
Resulta que “Fulano” es uno de
los periodistas más influyentes de la televisión local, sus temas están
enfocados en la coyuntura política y económica. El problema es que el producto
que buscábamos promocionar era netamente comercial -imposible que nos hicieran
caso-.
Lo más curioso fue cuando se
me ocurrió preguntar en la mesa de trabajo quiénes veían al Fulano líder de
sintonía; una tímida mano, entre 20, se levantó por ahí. Fin del tema.
La raíz del problema es que se
asume que es posible analizar el PR con los mismos lentes de la publicidad y
que, ante la exigencia de los directorios debemos asignarle, sí o sí, un número
a nuestros esfuerzos.
Por supuesto que este,
luego de sustraerle lo invertido en PR, debe arrojar azul. Craso
error, es imposible medirnos en “tarifas frías”; para seguir con la metáfora
óptica, el publicity trabaja a nivel
de la retina del ojo y la publicidad, vista desde el humor vítreo del
marketing, busca que te admiren por lucir un par de modernos lentes de
diseñador.
Siempre
tendremos a mano la cantidad de impactos y el famoso “valor publicitario”, para
defendernos de los cuestionamientos y encontrar un punto en común para
conversar sin pactar; asimismo, la posibilidad de mensurar nuestras
acciones en redes sociales nos ofrece una luz para justificar el trabajo.
El marketing mide las ventas
logradas por cantidad de avisos colocados y remachados en la mente de los
consumidores, el publicity no
puede aplicar ese criterio; recordemos que un sólo titular negativo
puede medrar la reputación en pocos segundos, sino pregúntenle a los
congresistas que fueron electos por su desmesurada publicidad y luego
rechazados por la inoperancia de sus acciones (recordar la reciente
fallida elección del TC, Defensor y BCR).
Como ya lo dijimos alguna vez, este no es un
tema nuevo. Nos venimos rompiendo el cerebro para definir el ROI del
PR. No es fácil hacerlo, pero será mucho más sencillo cuando nosotros mismos
nos sacudamos del trauma auto impuesto de las cifras puras y estemos en
capacidad de explicar el valor de nuestro trabajo más allá del simple número
que arroja la valorización del cm/columna.
Ustedes ya saben ese chiste
(sabrán disculpar la tímida procacidad): el tamaño no lo es todo, lo que valora
la otra parte es el arte de saber moverse.
PS: #autocherry. Les dejo la segunda parte de la
entrevista que Paulo Rivas (@anarcopaulo),
me hizo para la web de Gestión y que fuera publicada la semana pasada. En ella
abordamos, entre otros, el tema de este post; pueden verla aquí.
COMENTARIOS
Me parece interesante la postura, ergo podemos definir un valor indicando no es base a cuanto se gana, si no mas bien cuanto de deja de perder por mala publicidad.
Ejemplo: cuantificar cuanto se perdió por mala publicidad años anteriores(caida en la reputaccion, escandalos entre otros y su impacto sobre las ventas) con respecto al año en curso, no es necesario una medición directa.
Quedo a espera de tus comentarios.
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