El 14 de septiembre de 2000 la política peruana fue remecida por la difusión de un video donde se veía al asesor presidencial Vladimiro Montesinos, el hombre más poderoso del Perú, entregando dinero al congresista Alberto Kouri a cambio de que abandone su partido y pase al bando del oficialismo. El régimen de Alberto Fujimori empezaba su debacle y había que tomar medidas. Entre las acciones más sonadas estuvo la creación de una procuraduría anticorrupción que se encargaría de arrestar al asesor, algo que parecía un esfuerzo estéril debido a la sociedad delincuencial del mandatario con su principal cómplice. El letrado José Ugaz fue designado para la quijotesca empresa. Años más tarde, el propio abogado escribió un libro, Caiga quien caiga, donde cuenta todo el proceso de investigación contra Montesinos y los riesgos que supuso tal labor.
Hace unos días se estrenó una película homónima dirigida y producida por Eduardo Guillot que se basa en el texto de ex procurador. Anunciada como un thriller, Caiga quien caiga detalla los avatares del funcionario público y la lucha contra el megalómano ex hombre fuerte del Perú. Guillot presenta a los dos antagonistas -Ugaz (Eduardo Camino) y Montesinos (Miguel Iza) como las dos caras de una sociedad convulsionada que necesita reconstruir su autoestima para lograr un avance político y moral a todo nivel. El director desarrolla con destreza una narración influenciada por el suspense que capta la atención del espectador, durante casi toda la película, por medio de un entramado de situaciones al límite y la utilización de una música oportuna; aunque las buenas intenciones de Guillot solo se quedan en eso: un émulo de thriller que no despega a causa de la acartonada presencia de su protagonista justiciero.
La edificación de la heroicidad cuenta entre sus requisitos básicos con un componente de necesidad social -a modo de vía que legaliza los fines comunes, casi siempre primordiales- para hacer frente a los lastres que afligen e intentan desvalorizar aquellos principios fundamentales de los Estados libres. Sin embargo, todo héroe está sometido a una historia que lo represente o como diría Todorov: “sin relato que lo glorifique el héroe no es héroe”. Caiga quien caiga, es el relato de un héroe que pelea palmo a palmo contra un enemigo misterioso, pero que su obsesión por atraparlo y refundar un Estado de bienestar lo deja como un candoroso luchador. Lamentablemente, la película hace que Ugaz, el personaje, se convierta en un artefacto rígido que persigue la estela de la canonización absoluta.
El pensador búlgaro también aseguraba que la heroicidad en los nuevos tiempos necesita erigirse sobre una serie de voluntades cotidianas que no solo estén ligadas a las facultades clásicas que usualmente se han otorgado, desde tiempos remotos, a estos superhombres, tales como el valor y la lealtad. El héroe moderno también reclama un papel más terrenal, incomparable al de sus antepasados griegos o romanos.
Por otra parte, la “mitología urbana” del nuevo milenio -ahogada por los egos de las redes sociales y el éxito medido por las posesiones- delata un imperdonable margen de error para los nuevos adalides. Tienen que ser impolutos, sacrosantos. La opinión pública castiga los deslices, por mínimos que sean. Para ella todo es negro o blanco. Los matices son motores que descalifican cualquier intento para acercarse a la verdadera naturaleza humana; aquella que nos mueve por senderos de ensayos y errores, de equivocaciones y enmiendas. No obstante, el héroe también duda, teme, especula, y yace en un espacio de falso confort, porque sobre su espalda se balancean entornos personales que debe sacrificar para alcanzar sus cometidos patriotas. El héroe moderno es más persona que en ningún otro tiempo, es más proclive a los titubeos y las negaciones.
En Caiga quien caiga, el personaje del ex procurador carece de esos matices que solo harían renegar a los idealistas helenos. El realizador nacional ha construido a un probo funcionario público que está tejido por una serie de hilos endebles y no por sólidos razonamientos y sensaciones cercanas a las de una persona dotada de una fina capacidad para percibir la realidad.
Para Guillot, Ugaz es un cruzado que desea acabar con la corrupción sin importarle el costo. Algo así como el fundamentalista de cartón que solo puede entenderse desde un enfoque ingenuo, casi infantil. El abogado paladín es un obstinado de la legalidad que poco o nada repara en los riesgos de sus investigaciones, trazo grueso que termina por desdibujarlo y restarle credibilidad ante el potente contexto que plantea la película. En las antípodas se encuentra el personaje perseguido, Montesinos. Más allá de la buena actuación de Iza, Montesinos -como personaje- sí goza de matices hasta en oprobiosas circunstancias. El acercamiento a la deformación y a la pérdida de perspectiva de la realidad no lo encierra en una nebulosa, como lo está el personaje encarnado por Camino.
Además, por Caiga quien caiga desfilan personajes secundarios sin mayor trascendencia que podrían ser bisagras efectivas entre los dos oponentes. Matilde Pinchi, Roberto Huamán, Jacqueline Beltrán o la reportera que colabora con la investigación de Ugaz, por citar algunos personajes, entran y salen, o desaparecen, sin justificar grandes acciones. Los pocos “momentos claves” de cada uno (por ejemplo, Pinchi diciendo “yo entregué el primer video”) son esfuerzos aleccionadores poco afortunados.
Caiga quien caiga termina asfixiando a su justiciero al encerrarlo en una camisa de fuerza por voluntad propia e impidiendo que sea una unidad psicológica y de acción que le haga frente a Montesinos. Con menos manual y más libertad creativa, Guillot habría podido realizar una gran película.
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