Hay películas que exigen cuotas desmesuradas de incomodidad a fin de cumplir con sus planteamientos originales, es decir, deben desarrollarse acorde a su evidente naturaleza por más que produzcan grandes dosis de pánico y estremecimiento. Sucedió con Tiburón (Steven Spielberg, 1975), Alerta en lo profundo (Renny Harlin, 1999), Mar abierto (Chris Kentis, 2003) y hasta Infierno azul (Jaume Collet-Serra, 2016).
Por otra parte, existen films que tienen un planteamiento atractivo y, conforme avanzan los minutos, aligeran su potencial para abrir caminos hacia otros tonos menos lesivos a costa de caer en una corrección que no hiera la susceptibilidad de los espectadores, pero, sobre todo, de algunos productores. A modo de justificación, un buen tráiler se encarga de elevar al máximo la expectativa a pesar de la penuria creadora que tiene el producto terminado.
Esto último sucede con Megalodón (2018), un filme gobernado por mastodónticos efectos especiales que pasa de ser una atractiva propuesta a una burda imitación de película incluida en ese subgénero de terror donde las amenazas animales se tornan monstruosas y están emparentadas con lo apocalíptico.
Megalodón narra la historia de un grupo de científicos marinos que ansían demostrar la existencia de un nuevo hábitat debajo de la masa oceánica. El afán explorador lo llevará a terrenos inimaginables que esconden secretos capaces de poner en peligro la paz mundial. Como es predecible, el tiburón prehistórico vive en las profundidades y es el rey de las especies depredadoras. Al final de cuentas, el animal es la amenaza que deberá enfrentar el osado conjunto de estudiosos antes de que llegue a las costas hacinadas de bañistas.
Jon Turteltaub, encargado de dirigir esta nueva cinta de catástrofes, cree que su “Meg” (nombre original de la película) puede hacerse más potente si se aborda desde la sobrepoblación de personajes inmersos en la lucha contra el escualo primitivo, lo que termina por desnortar la línea argumentativa de esta pieza. Muchos personajes se disputan los conflictos secundarios y transforman el thriller en un drama hipersensiblero que fuerza algunas situaciones jocosas.
Megalodón es un tropiezo de secuencias donde el enemigo principal de los científicos pasa de largo sin defender sus galones de villanía, por más que a nivel estético sí tenga una buena fachada. Si bien hace 40 años, la joya de Spielberg (imposible no hacer la comparación con la mejor película acerca de tiburones asesinos) tampoco mostraba todo el tiempo al pez en plan acosador, su presencia física se sustituía con la atmósfera angustiante que generaba su acecho psicológico.
El mayor acierto, quizá el único, de Megalodón es la presencia de Jason Statham, el último actor genuino de cintas de acción. La interpretación del estadounidense mezcla ingenio, valentía e integridad, facultades necesarias para liderar la cacería de la amenaza marina. La naturalidad y la frescura de los personajes encarnados por Statham siempre han sido características que se agradecen. No se puede decir lo mismo de la heroicidad que proyecta Li Bingbing como partner de Statham, complemente estereotipada. Se entiende que Warner Bros. Pictures utilice un reparto con artistas asiáticos y ambiente varias escenas en China con el fin de obtener una buena taquilla en esa parte del planeta, pero tanto a la actriz como a Winston Chao (papá de Bingbing en la película) se les hace un flaco favor.
Megalodón deja una sensación decepcionante, por más que sepamos que se trata de un divertimento popular. La única justificación para sus creadores podría ser el arrastre recaudador que está obteniendo en las boleterías de todo el mundo. La pugna entre el hombre y las especies acuáticas siempre la ganará Spielberg.
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