El paso de los años otorga a la mayoría de los grandes creadores un estado de contemplación que sirve para analizar en retrospectiva los aciertos y fracasos de sus obras. Es así como la autocrítica meditada puede llegar a ser un antídoto contra el ego acumulado, pero también la causa de una herida abierta que no deja de doler. En otros casos, sirve de puente para saldar las cuentas personales que el creador carga desde la perspectiva más íntima. No son demonios que deban ser extirpados, sino capítulos que se ansía cerrar sin remordimiento o culpa. Eso es lo que sucede con Dolor y gloria, la última película del cineasta español Pedro Almodóvar.
No es exagerado decir que estamos ante uno de los puntos más altos de su trabajo como director. Tampoco es desmedido asegurar que la trascendencia cinematográfica del manchego se encuentra en una de sus películas más personales.
Dolor y gloria trata sobre la madurez artística y la dificultad que traza el tiempo para seguir creando más allá de las limitaciones emocionales, psicológicas y físicas. En pocos meses, Almodóvar cumplirá 70 años y los recibirá coronado en un sitio especial en la historia del cine español: una especie de auscultador pop de la sociedad ibérica y de las relaciones humanas post Franco.
El filme narra la historia de Salvador Mallo (Antonio Banderas), un director de cine que no la pasa bien: carece de ideas y fuerzas para rodar su siguiente película, no supera la muerte de su anciana madre, adolece de afecto marital mientras el recuerdo de su gran amor aún se deja sentir, y soporta los dolores físicos con un cóctel de medicinas que lo empujan hacia la dependencia. Un buen día, Federico (Leonardo Sbaraglia), ese viejo amante de juventud reaparecerá y su visión de la existencia dará un giro. En el ínterin, las remembranzas del lugar donde Salvador creció, rodeado de costumbres pueblerinas y dulces momentos al lado de su madre, servirán de paliativo entre tanta incertidumbre.
Es innegable que Dolor y gloria guarda instantáneas autobiográficas de Almodóvar, acompañadas de pasajes ficticios que destacan por un elemento que también se puede apreciar en los registros actorales y las circunstancias que robustecen a la película: la naturalidad.
Banderas, en un rol prodigioso, se deja afectar por la soledad de manera sobrecogedora. No se detecta disfuerzo en las acciones que develan el comportamiento de su personaje; por el contrario, Banderas hace gala de gestos sutiles, tanto en sus desplazamientos como en sus expresiones faciales, que lo llevan a instantes de concentración interpretativa memorables. Quizá la cercanía entre el director y el actor -en total, ocho trabajos juntos- brinde una mirada más próxima para Banderas acerca de la vida de Almodóvar. Más allá de ello, Dolor y gloria exuda sentimentalismo y afectación, pasión y tristeza, jocosidad y, sobre todo, honestidad.
Salvador Mallo es el alter ego de Pedro Almodóvar -así como lo fue Guido Anselmi para Federico Fellini-, especialmente al momento de representar la profunda crisis creativa que lo aqueja. Y es que no hay mayor pesadilla para los genios creativos que las hondas lagunas de las que no brota una sola idea que sirva como punto de inicio para un nuevo proyecto. Salvador sufre y aguanta. A ello se suma que el protagonista, entiende el amor pasado como un ideal que solo sobrevive en los aciagos recuerdos. La explicación que hace Almodóvar de las enfermedades físicas y psicológicas de Salvador -con dramática voz en off de Banderas- registra un cúmulo de imágenes animadas tan enigmáticas como placenteras que introducen piedad de forma cómplice.
Pero, son las secuencias de la relación entre Salvador y su madre las que ahogan el alma. Contada en dos tiempos, en el primero (el pasado) Salvador es presentado como un niño de insondables ambiciones académicas que vive bajo la protección de su joven madre (Penélope Cruz) y el despiste de su padre. Ella es una mujer luchadora que lo da todo por la educación de su hijo en medio de un mundo de ignorancia y pobreza. La ternura que sobrevuela las escenas en la estación del tren o en la casa-cueva donde vive la familia Mallo es comparable a la que podemos ver en relaciones fraternas de otras películas de personajes entrañables como Antonio y Bruno Ricci en Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948) o Billy Flynn y T.J en El campeón (Franco Zeffirelli, 1979), más allá de que los dos directores italianos hayan explorado la relación padre-hijo.
En el segundo tiempo narrativo (el pasado reciente), Salvador vive diligente por, y para, su anciana madre (Julieta Serrano) que “hubiera preferido un mejor futuro para su hijo”, a pesar de que este es un artista exitoso. Salvador cuida a su madre y la escucha con benevolencia, piedad y dulzura. Ambos espacios temporales están fortalecidos por diálogos hermosos y sencillos que Almodóvar provee de franqueza.
En suma, Dolor y gloria es una mirada al tiempo que corre sin detenerse, desde la óptica de un Pedro Almodóvar que evoca la niñez de forma cándida y amable; pero que repara en cómo el hombre se hace mayor sin que los años le den tregua, ya sea para el amor, los amigos o la pasión por el cine.
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