La retórica, más allá de moverse, evidentemente, por el campo del conocimiento, es una habilidad práctica que sirve como medio para alcanzar objetivos. Aristóteles, quizá el más antiguo teórico de su estudio, afirmaba que la retórica es una técnica que se puede enseñar. Para el griego, se trata de la herramienta que persuade a través del ethos (carácter), el logos (razón) y el pathos (emoción). Su maestro, Platón, pensaba de manera muy distinta y no confiaba en la retórica. Creía que la influencia y los cambios causados en la gente se apoyaban en métodos turbios, algo muy distinto a la lógica de la investigación filosófica que defendía. Ambos pensadores tenían razón, según los principios, contextos y aplicaciones de sus conceptos. Aristóteles -un genio comparable a Leonardo da Vinci, aunque en otros campos del saber- influyó con sus conceptos de retórica, siglos más después, en otro genio: Shakespeare, quien escribió grandes cantidades de discursos y diálogos persuasivos en sus textos teatrales.
La obra de Shakespeare, un bardo tan prolífico como poliédrico, encierra una fuerte carga retórica que, al igual que Aristóteles, ensaya y regresa constantemente sobre ideas que exponen la complejidad de la naturaleza humana. Es decir, el dramaturgo y el filósofo, refieren que para estudiar, pero, sobre todo, para entender la humanidad misma, es necesario que los individuos argumenten diversas premisas aceptadas socialmente, así sean contradictorias entre sí. Se puede argumentar a favor o en contra acerca de cualquier tema, eso es lo de menos. Lo fundamental está en activar esos argumentos y dotarlos de una línea persuasiva que conmueva o que haga razonar, siempre en función a lo posible.
En Macbeth, Shakespeare establece un arco narrativo en el que encumbra a un valiente guerrero llevándolo hasta el reinado gracias a las artimañas conspiradoras urdidas por su esposa y que después es destituido, a fuerza de espada, por acción de sus adversarios. Sin embargo, la ruina de Macbeth no está relacionada, únicamente, con el infortunio y la inevitable muerte del tirano. La riqueza de la pieza teatral pasa por la degeneración moral que incuba la ambición del traidor, que salpicada de remordimientos iniciales y arrogancias posteriores, van reforzadas por una retórica convincente que se distingue por su discurso aterrador donde los pensamientos y las acciones abordan el magnicidio, el infanticidio, el suicidio. La depravación de la voluntad humana en sí.
Desde el cine, Welles, Kurosawa y Polanski -solo por citar a los cineastas que mejores versiones han hecho de Macbeth- interpretaron a Shakespeare desde ópticas diversas sin alejarse demasiado de la esencia del relato original.
En el caso del primero, la teatralidad y un guion bastante respetuoso de la obra del dramaturgo inglés, donde por ratos la oratoria de todos los personajes es tan elocuente como exagerada, se compensa gracias a la maestría que tuvo el cineasta estadounidense para proponer recorridos arriesgados de cámara, sello Wellsiano por excelencia, con una atmósfera expresionista relacionada a Wiene, aunque más estilizada, curiosamente de bajo presupuesto.
Kurosawa supone la aproximación más estrecha hacia la cuota trágica adscrita por Shakespeare. La versión samurái y feudal del japonés se diferencia del trabajo de Welles por su ambientación etérea, neblinosa y fantasmal, que con Toshiro Mifune a la cabeza del reparto representa el mejor elenco de una adaptación shakesperiana posible, inspirada en la tragedia. La mirada de Kurosawa, como ha pasado en otras de sus películas, también involucra un revisionismo fordiano de los westerns de los años 40. Su Macbeth, fuera del contexto histórico en que sitúa su argumento, es atemporal en términos persuasivos, aristotélicos.
De los tres directores citados, Polanski ofrece la versión más salvaje y desgarradora. No solo por la crudeza de sus imágenes y el desquicio psicológico que delinea sobre el monarca usurpador, sino por la frontalidad de sus diálogos. La retórica eficaz del guion corresponde al extremo de las posibilidades que ofrece Macbeth como pieza literaria, ni siquiera exploradas por el propio Shakespeare. El traidor construido por el director franco-polaco es una furia incontrolable que solo atenúa sus impulsos gracias al raciocinio primario de Lady Macbeth, otra criatura intensa y propia del universo Polanski. El Macbeth encarnado por Jon Finch se mira, inconscientemente, en el espejo megalómano del Calígula de Camus, pero sin esa extrema actitud autodestructiva del emperador romano.
La tragedia de Macbeth, la nueva versión cinematográfica de la pieza teatral, dirigida por Joel Coen, no envidia nada a las tres anteriores. Sin embargo, les debe mucho y, a la vez, toma un camino donde se distingue por su mesura discursiva, simetría visual y elegancia artística. El debut en dirección de Joel sin su hermano Ethan está filmado en un blanco y negro imponente donde el minimalismo de sus imágenes contrastan con la fuerza contenida que ponen Denzel Washington, como el rey traidor, y Frances McDormand, en el rol de Lady Macbeth. La tragedia de Macbeth no es un intento de dramaturgia cinematográfica que homenajea a Shakespeare reverenciando el uso del lenguaje seminal. Coen propone un camino febril y apasionado, tal como lo hizo Polanski, que está en sintonía con muchos pasajes plagados de diálogos tentadores e intervenciones afortunadas de personajes secundarios y esenciales para la trama, caso Banquo (Bertie Carvel), Duncan (Brendan Gleeson), Malcolm (Harry Melling) y, especialmente, las brujas (Kathryn Hunter).
Coen hace que la tragedia se transforme en una inquietante pesadilla psicológica donde Macbeth y su esposa van guiados por las mieles del poder desmedido. Dos miserables psicópatas cosidos por el garbo de sus presencias físicas y la brillantez de sus parlamentos. Una de las mejores escenas es aquella en que el rey Duncan muere a manos de Macbeth. La perturbadora actitud del traidor al mirar a su primo mientras hace penetrar una daga en su garganta, con lentitud y un gozoso sadismo, aflora desde un rincón oscuro y posible de la condición humana, el más vil, magnético y trastocado. Todo apoyado por los intimidantes primeros planos del asesino y su víctima.
En otro momento, Lady Macbeth, presa de la insania, lava la sangre de sus manos impregnada imaginariamente por el acecho de una culpa que no la deja en paz. El monólogo pronunciado por MacDormand en ese pasaje devela la intención de la que hablaba Aristóteles: persuadir, ya sea en la lucha interna que mantienen el logos y el pathos de la mujer, y en la percepción que alcanzamos como espectadores.
Si lanzamos una mirada retrospectiva hacia tiempos más recientes, La tragedia de Macbeth es inmensa frente a la irregular entrega de Justin Kurzel de 2015. Quizá sea muy extremo hacer una comparación entre ambas películas, pero si hay algo que las une es el riesgo de aterrizar el lenguaje a tiempos y audiencias actuales. Welles nunca pensó en eso, ni cuando hizo Otelo. En cambio, Kurosawa y, en mayor grado, Polanski, desatendieron a Shakespeare en la forma y reforzaron el fondo. Coen propone sutilezas discursivas sin rebajar un ápice la asentada raíz clásica de la obra. A ello habría que sumar algo que no sorprende: Coen es un cineasta que controla con pericia los encuadres y las composiciones en cada toma. No obstante, sí llama la atención que su primera incursión solitaria, tras casi cuatro décadas de trabajo junto a su hermano, ostente tan buenos resultados.
La tragedia de Macbeth está blindada por una capa discursiva formada por simplezas y complejidades, según los momentos, personajes y resoluciones. Encierra significados nuevos partiendo de algo tan viejo como la propia retórica, el genio de Aristóteles, la audacia de Shakespeare y el propio riesgo que asume Joel Coen.
* La tragedia de Macbeth se puede ver en Apple TV +.
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