La genialidad de Hayao Miyazaki es indiscutible. Ni qué decir de la influencia que ha ejercido en las nuevas generaciones de animadores. Cada cierto tiempo, el maestro japonés siembra congoja entre sus seguidores cuando anuncia que abandonará la dirección para entregarse a una vida apacible al lado de su familia. Sin embargo, su amor por el cine siempre le ha hecho regresar. Es por ello que las presentaciones de sus trabajos han tenido largos intervalos. Por ejemplo, su penúltima película, El viento se levanta, fue estrenada en el 2013 y su más reciente trabajo El niño y la garza puede apreciarse 10 años después. Dos películas en una década podría parecer poco, pero tengamos en cuenta que Miyazaki arrastra 83 años de edad y una mayor meditación en la manera de plantear sus trabajos.
El riesgo de esperar por tanto tiempo a Miyazaki es que las expectativas aumentan sin saber qué tipo de nueva historia desarrollará o que tratamiento visual desplegará. No obstante, desde El viento se levanta, su mirada se ha convertido en una cavilación más personal, intimista y críptica. Lo que lleva a pensar en un artista de principios imperturbables a espaldas de lo que la industria exige. Ese intento de independencia es aplaudible. ¡Es Miyazaki y nadie se lo va a impedir! El problema empieza cuando la vena autoral se hace más exquisita -en un sentido donde no importa atar cabos en cualquiera de las dimensiones narrativas- y se deja al espectador ante una embarazosa situación comparativa con el Miyazaki de Mi vecino Totoro (1988), La princesa Mononoke (1997) o El viaje de Chihiro (2001).
Su última película, El niño y la garza, ha merecido la atención de la crítica y múltiples reconocimientos -entre ellos un Globo de Oro y un inesperado favoritismo de cara a los premios Oscar-. El problema es que el eco de elogios no es consecuente con la calidad de la obra en cuestión. ¡Vayamos a saber si tanto ensalzamiento se debe a que se quiere coronar la trayectoria del japonés! Miyazaki no necesita la alabanza del coro censor. Lo que ha hecho a lo largo de su carrera, a nivel de corpus creativo, es increíble. El niño y la garza es una película menor dentro de su sublime filmografía. Es un ejercicio de animación clásica que pasa de lo melodramático a la fantasía haciendo breves paradas en las terribles sensaciones que deja el contexto bélico y, sobre todo, en los traumas de las rupturas familiares.
Basada libremente en la novela ¿Cómo vives? (1937), de Genzaburo Yoshino, El niño y la garza narra la historia de Mahito, un muchacho de 12 años que pierde a su madre de manera trágica. El padre del chico trabaja como gerente en una fábrica de aviones y algún tiempo después de la pérdida decide que tanto él como su hijo deben mudarse a una zona rural para aliviar el duelo del menor e integrarlo a una sociedad distinta. Mahito se llevará una gran sorpresa cuando llegue a vivir a una alejada localidad y se entere que la hermana menor de su madre está esperando un hijo de su padre. Es decir, su tía terminará siendo su madrastra y a Mahito solo le quedará adaptarse. Una garza con voz humana lo acosa desde el primer día que llega al poblado y un extraño edificio en medio del inhóspito bosque que rodea su nueva vivienda servirá de puerta a una dimensión donde la fantasía se desatará de forma misteriosa.
El realismo del melodrama que Miyazaki ofrece al inicio de la película se convierte en una aventura propia del género fantástico que promete una exploración del duelo infantil y la necesidad de afecto en una edad de cambios, aunque el tránsito de contextos acusa de un ritmo irregular que, por momentos, cae en un bucle subrayado de acciones sin mayor sobresalto para la psicología del niño protagonista. Otro problema es la falta de proyección que presentan los personajes secundarios -el padre, las siete ancianas que viven con Mahito y la propia madrastra, especialmente-. Por más que la cartera fílmica de Miyazaki se caracteriza por el desfile de múltiples personajes que van sumando a la trama, en El niño y la garza casi todos se sienten muy superficiales y medio episódicos. Ser reflexivo no implica complicarse la vida para complicársela a otros. El japonés deja vacíos y demasías que no llegan a equilibrarse cuando avanza por los senderos de lo fantástico. El caos pierde fascinación y se atasca en el preciosismo de la propuesta.
Si nos referimos a la concepción visual de la película no queda mucho que decir: es perfecta. El universo de colores y texturas de Miyazaki es mágico. Pocos como él crean espacios reconocibles e innovadores -Wes Anderson se asemeja en ello al director asiático, salvando las distancias-, pero ni ello alcanza para dejar de sentir algo de decepción tras el visionado de El niño y la garza. Esta no es la forma en que el maestro debe despedirse. Según cuentan en las oficinas de los Studios Ghibli hay opciones para que comande un nuevo proyecto. Crucemos los dedos.
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