Hace ya varios años, fui de expedición, con un par de amigos, a un alejado, frío e inhóspito recodo de la Cordillera de los Andes. De muy difícil acceso, la ruta era tan estrecha, agreste y empinada que no encontramos hormiga, escorpión, serpiente o bicho alguno (a parte de nosotros) que se atreva a recorrerla. Para llegar al sitio se debía andar tres días a lomo de mula, a caballo o a pie (esto último, lo digo literalmente, porque mis botas modelo Indiana Jones versión Safari se partieron en el trayecto y tuve que marchar más de la mitad del camino exhibiendo y aireando mi pie de atleta). Al llegar a nuestro destino, el colosal tamaño de las montañas, la sinuosa vía de lodo y piedras, los mortales abismos y las llamas, alpacas, perros, ovejas y demás cuadrúpedos que se congregaron en la escena, se entremezclaban al unísono y en provinciana armonía, develando un impresionante y surrealista paisaje que ni el propio Dalí hubiera sido capaz de plasmar con su pincel.
La acogedora hospitalidad y las singulares costumbres de la población nos obligaron a visitar cada una de las casitas de este hermoso paraje en señal de agradecimiento (por haber llegado vivos, supongo), recorrido que hicimos exhaustos mientras las masas nos vitoreaban como si fuéramos el mismísimo Santo Duchito cuando sale en procesión de Semana Santa.
Lo interesante de esta historia es que en el ambiente principal de cada humilde vivienda había una nevera que los lugareños ostentaban como símbolo de estatus (que por cierto era un verdadero disparate porque en la zona había más frío que en los polos de Plutón). A más grande y moderno el aparato, más hectáreas de tierras de cultivo o mayor cantidad de cabezas de ganado tenía el propietario del predio en cuestión. A falta de carreteras y espacios como para estacionar un vehículo último modelo fuera de su residencia (o fuera de la del vecino para que éste se revuelque de envidia), los pobladores habían escogido como conspicua prueba de éxito la completa línea blanca de algún comerciante de neveras local. Más curioso aún es que esta pequeña vecindad, desde su fundación (y sólo Dios sabe cuándo sucedió el ancestral evento), no contaba con energía eléctrica. Por las noches, la iluminación corría por cuenta de la luna, las estrellas, algunas lámparas de petróleo y un par de luciérnagas con complejo de pingüino, porque la única linterna que existía en el lugar hacía rato que había quemado su último foquito.
El valor es la “utilidad” que encuentran los consumidores en los objetos, bienes o servicios. Si un producto o servicio no es útil para el consumidor entonces no tiene valor para el mercado. Lo interesante es que esta utilidad no necesariamente es de índole material. La utilidad puede ser funcional u objetiva, como aquella que proporciona una nevera (de las que si funcionan) cuando mantiene nuestros alimentos a una temperatura adecuada, o simplemente emocional como la que percibe quien la compra para utilizarla únicamente como símbolo de estatus.
Toda transacción de mercado es un intercambio de valor. El productor ofrece valor en la forma de un bien o servicio y el consumidor retribuye ese valor en la forma de dinero. El consumidor evalúa permanentemente el valor que para él tienen los bienes y servicios para luego compararlos con el valor que el fabricante pide en retribución. Cuando ambos coinciden, hay una simetría de valor y se produce la transacción.
Por el lado de la oferta, el valor siempre se mide en dinero (excluyendo al trueque), mientras que por el lado de la demanda el consumidor tiene más de una forma de medirlo. Éste mide o evalúa el valor por el tiempo de vida del servicio o producto, como por ejemplo, por la duración de una batería para su teléfono; por la cantidad de producto o servicio que recibe, como por ejemplo, cuando usted se matricula en una clase de de zumba de un fin de semana creyendo que va a eliminar esos 20 kilos que tiene de más sin la necesidad de someterse a una liposucción de emergencia; por los resultados, como por ejemplo, cuando le paga al mecánico por arreglar el motor de su automóvil (o por decirle que lo ha arreglado); o por las expectativas, como por ejemplo, cuando usted compra todas las semanas un billete de lotería (por más que nunca en su vida haya ganado ni un solo tofi) .
Ahora bien, lo más importante es que para que algo tenga valor debe estar necesariamente en contacto con el mercado. Una idea, por más creativa que sea, sigue siendo una idea y no tiene valor alguno hasta que se convierte en producto o servicio. Sin embargo, nada garantiza que el producto o servicio lanzado al mercado vaya a ser de valor para el consumidor. Si no me creen, pregúntenle a mi abuela.
No recuerdo como llegó a sus manos pero un buen día mi abuela estrenó la que sería su primera y última máquina de tejer (gracias a Dios). Ésta era un artefacto con toda la apariencia de una nave espacial. Con doble pedal y diez velocidades, incluía además decenas de botones, pequeñas palancas y luces de colores que se prendían y apagaban dependiendo de la función que el usuario estuviera utilizando.
Ya con el afán de hacer dinero, la encantadora viejecita decidió diseñar suéteres para niños que creyó se venderían en invierno como si se tratará de pan caliente (del que sale a las 6 a.m. y a las 8 a.m. ya está duro). Colocando los pies en los pedales y moviendo palancas a diestra y siniestra, mi abuela daba la sensación que estuviera conduciendo un Fórmula Uno, sin casco, licencia, ni cinturón de seguridad, mientras se balanceaba de un lado al otro de su asiento produciendo sin parar cantidades industriales de las prendas en cuestión. Y aunque ella creía que causarían sensación en el mercado, lo cierto es que sus abominables diseños no le gustaron ni a mi perro por lo que no vendió ni un miserable suéter. Mi madre en un acto de extrema bondad con su madre (con la de ella, no con la de usted), terminó por adquirirle todo el lote producido que constaba de mil suéteres.
Fue entonces, que a mi progenitora se le ocurrió la cruel e inhumana idea que distribuir el bulto entre sus hijos, tocándole a cada uno de sus vástagos la friolera de 125 suéteres de dinosaurios que equivalían, en aritmética simple, a una muda diaria por toda la temporada de invierno. Las prendas eran tan espantosas que si hubiera sido delito tejer aberraciones a la pobre viejecita me la fusilaban en el acto. Pero si ya los suéteres se veían de por sí bien feos, conmigo dentro de ellos se veían mucho peor. Igual opinión compartían los niños más fuertes del parque a los que no les gustaba en absoluto el tema jurásico. Los diseños de la abuela me costaron severas palizas hasta que crecí lo suficiente como para cambiar de talla y decirle adiós para siempre a los ridículos dinosaurios de colores.
Tal cual sucedió con los suéteres de mi abuela, no importa lo atractivo, bueno o maravilloso que usted crea que es su idea, producto o servicio, la única sentencia que determina su permanencia en el mercado es la que emite ese juez llamado consumidor. Por esta razón, el valor es un concepto relativo: no todos le damos valor a las mismas cosas en igual magnitud.
El valor es un concepto temporal. Si usted está sediento en extremo, un vaso con agua le será muy valioso e incluso estará dispuesto a pagar por él, sin embargo, una vez saciada su sed, ese mismo vaso carecerá de utilidad para usted. Ahora bien, no puede confundirse el concepto “valor” con el concepto “precio”. No son sinónimos. El precio es solo una forma de medir el valor de un bien o servicio desde el punto de vista económico. Además, no por ser más caro un bien es más valioso. Un taxista le dará mayor valor a un automóvil Volkswagen que a un Bentley a la hora de elegir su herramienta de trabajo. Por último, hay quienes confunden el valor con la calidad. Esto no es correcto. La calidad es inherente al producto, el valor en cambio es inherente a la utilidad que percibe el consumidor.
El valor junto con la novedad son los dos componentes de toda innovación. Toda innovación es valiosa porque para serlo debe haber sido previamente aceptada por el consumidor, pero no todo lo que es valioso es una innovación. Hay muchos productos que son valiosos para el mercado y por eso permanecen en él, pero esto no los convierte en innovaciones. Las mejoras incrementan la cuota de valor de algo que ya existe, la innovación, en cambio, ofrece un nuevo valor, uno que que antes de su llegada no existía en el mercado. Justamente, ésta es la más grande diferencia que hay entre un producto existente y uno innovador. Si usted inaugura un nuevo restaurante donde se le sirve comida a los comensales, el valor ofrecido será similar a los que ya ofrecen sus nuevos competidores por más nuevo que el negocio sea para usted. En cambio, si abre un negocio en el que el comensal deba preparar su propia comida en casa, llevarla hasta su local para consumirla, lavar los platos que él mismo ha utilizado y encima le paga la cuenta, usted seguramente tendrá entre manos un modelo de negocios verdaderamente innovador, porque quién define lo que es nuevo nunca es usted, es el mercado.
No sé si fue o no coincidencia, pero durante aquel crudo e inclemente invierno mi mamá tuvo a bien modificar uno de los suéteres de la abuela recortándole las mangas para que le sirva de abrigo a nuestro muy amado perro Firulais. La noche lo vistió con la ridícula prenda de dinosaurios, el can se fugó de la casa y nunca más tuvimos noticias de él.
AVISOS PARROQUIALES:
1. Las videoconferencias taller de innovación disruptiva Blow Your Mind Challenge comenzará el 5 de setiembre. Mayor información al whatsapp: +16619987549
2. Todo aquel que quiera demandarme por el contenido de este artículo puede hacerlo por escrito a la siguiente dirección: Av. Las Leyendas Nº 580-582-586, San Miguel, Lima, Perú
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