Hace algunos días escribí aquí mismo sobre la necesidad de replantear como el sector privado dialoga con el estado. Y lo hacía desde la orilla del contribuyente privado.
Decía que cualquier cambio en esta relación sector privado – estado pasa por una fuerte campaña de sensibilización a la población, a los trabajadores, a la prensa, en la que se les explique que el estado no puede acumular poder porque sí y tiene la obligación de escuchar, rendir cuentas y regular junto con el emprendedor, porque captura, gasta y hasta acumula su dinero.
No existen funcionarios “públicos”, afirmaba también, existen funcionarios del estado, servidores del estado; y así como ellos, los empresarios también pueden tener un honesto interés público desde el sector privado, y muchas veces lo tienen en mayor medida incluso.
Sin embargo, quisiera hablar también del sector privado. Y lo haré a raíz de lo que me dijo Gabriela Vega (@gvegafranco) -vía twitter- (y me permito citarla porque luego le haré llegar este artículo):
“La ética no distingue quién nos paga. El compromiso último de un trabajo responsable no es con el dueño del dinero (…) sino con el bien común y las personas a quienes se destina tu chamba. Más o menos evidente en la legislación, a todos nos toca debernos -antes que a nuestros empleadores- al ciudadano al que va dirigido o afecta nuestro trabajo, y nuestras decisiones deben pasar por el filtro del bienestar de esas personas y la sostenibilidad de la comunidad de la que formamos parte…”
Podríamos polemizar horas si le debemos rendir cuentas antes o después al dueño del dinero o al consumidor o ciudadano, lo sé, pero este no es el punto. El punto es que sus reflexiones me hicieron regresar al centro de mi anterior artículo, pero ahora con el ojo en el empresario.
Y debo decir que así como del estado me indignan muchas cosas, del empresario peruano me sorprenden tres: su insensibilidad, su soberbia, y su neurótico afán de tener todo controlado.
Y quizás por eso, la baja reputación que tienen se la han ganado a pulso, día a día. Grandes, medianos y pequeños, ojo. Y quizás por eso nuestros gobiernos últimamente son tan libres para ser populistas; suben impuestos, crean más regulación irracional, se inventan cargas para las empresas, y nadie las defiende. Nadie.
Quizás nadie las defiende porque demoran no 7, no 15, tampoco 30 días en pagar una factura, sino 60, 90 o 120. Y entrenan perfectamente a sus jefes o analistas de tesorería, compras, o logística para que demoren los pagos. Claro, me dirán que así como el estado, la empresa está compuesta por seres humanos y uno debe distinguir. Pero, ¿qué tanto hacen en términos de cultura corporativa para humanizar algo tan básico como el pago a sus proveedores más pequeños? Este mal se nota en todas, ojo, grandes empresas, medianas, y hasta las pequeñas se tratan mal entre ellas.
Quizás nadie los defiende porque redactan contratos con infinitas letras chiquitas, vacíos legales, ambigüedades imperceptibles, en los que ellos nunca pueden perder. ¿Les ha pasado? A mí me ha pasado y me llegan críticas y casos a montones. ¿Seguridad jurídica con el más débil? Acepto que las empresas usen al mejor estudio de abogados en un contrato de millones de soles con el estado. Y acepto que el contrato vele por la sostenibilidad de la empresa, pero la asimetría de información es muy amplia y el consumidor no tiene las herramientas para estar al tanto de sus vulnerabilidades. ¿Para cuándo sinceramos esto sin que el estado intervenga?
Quizás nadie los defiende porque su espíritu filantrópico está absolutamente atrofiado. Solo pueden ser socialmente responsables si eso tiene algún impacto concreto en su reputación, en su operación, o en sus metas financieras. Sí, lo sé, la mejor forma de maquillar esta falta de generosidad es diciendo que el enfoque de sostenibilidad se construye sobre la base del core business de la empresa y que por ello no pueden ayudar “a cualquiera”, pero vamos… Es un tema de cadena de valores y buenas acciones. ¿Podemos hoy restringir nuestra voluntad de ayudar solo porque nos encajaron algún nuevo enfoque de moda que le pone límites a nuestro compromiso con la comunidad?
Quizás nadie los defiende porque les falta un legítimo interés público, el afán de buscar el bien común, el bien de los que están más abajo en la cadena, en la fila, el bien de quienes más lo necesitan. Si el empresario quiere participar en el debate público para construir un país más libre, equitativo, y competitivo, anda muy equivocado si no empieza también a actuar por un propósito público de manera evidente, sin importar su tamaño o rubro.
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