Franco Saito, alumno de Economía de la Universidad del Pacífico
América Latina está experimentando una serie de cambios y convulsiones sociales que han marcado la pauta en los últimos meses. En Ecuador, tras la eliminación del subsidio a los combustibles se produjeron masivas movilizaciones a tal punto que el gobierno tuvo que trasladarse a Guayaquil. De otro lado, en Bolivia continúan las protestas debido a la renuncia de Evo Morales tras encontrarse irregularidades en las pasadas elecciones.
Sin embargo, el evento que más ha llamado la atención es la histórica protesta en Chile. Poco después de que el gobierno de Sebastián Piñera elevara el precio del metro de Santiago, miles de estudiantes salieron a alzar su voz en contra de la medida. No obstante, esto sería solo la punta del icerberg y el detonante de la más grande crisis social en país del sur. Llama la atención que estos eventos sucedan en uno de los países más prósperos y desarrollados de la región. Desde la reforma económica de Pinochet con los “Chicago Boys”, Chile fue el laboratorio del modelo neoliberal que le ha permitido tener un sólido crecimiento económico; sin embargo, a la luz de las últimas protestas se han hecho evidentes las grietas de este modelo que la población pide a gritos reformar.
Esta semana se cumplen 30 días de protestas. El saldo: 23 muertos, 2.000 heridos y cuantiosas pérdidas por vandalismo que ascienden a US$376 millones. Los actos de violencia son totalmente repudiables y condenables; sin embargo, estos no deben de opacar los reclamos ciudadanos. Los principales reclamos de la población pasan por combatir la desigualdad manifestada en temas como: salud, educación, pensiones, sistema de transporte y privatizaciones de los servicios públicos. Es decir, hay un evidente resentimiento acumulado por años de una clase media que no se siente representada por los políticos y cree que solo una élite muy reducida se ha visto beneficiada por el crecimiento económico. A esto se suman las acusaciones de corrupción que pesan sobre el ejecutivo, el ejército, los carabineros y los empresarios. Si bien Perú y Chile tiene historias distintas, cabe preguntarse, ¿qué lecciones podemos sacar de estos eventos?
La primera lección es que crecimiento no es igual a desarrollo. El primero se refiere solo a producir más, mientras que el segundo involucra la mejora de la calidad de vida. No basta con tener cifras macroeconómicas buenas si estas no se transforman en políticas de desarrollo para toda la población. Por ejemplo, en el Perú algunos gobiernos regionales y locales reciben transferencias por concepto de canon minero; sin embargo, muchas de estas localidades mantienen altos niveles de pobreza y desigualdad. La meta de los gobiernos debe ser el desarrollo, de nada sirve el buen manejo macroeconómico si este no se orienta a elevar el bienestar de la población.
En segundo lugar, se suele culpar al modelo económico como el origen de todos los males. Es incorrecto atribuir esta situación al libre mercado o a las posturas políticas (de hecho, en Chile los gobiernos de los últimos 30 años han sido de izquierda como de derecha). Como menciona Alonso Segura: “El modelo chileno no falló en sus principios macro. Falló porque no priorizó las políticas micro que generan una mejor distribución de ingresos.” Mientras no se impulsen reformas estructurales en salud, educación, justicia e institucionalidad, ningún modelo funcionará.
Asimismo, las recientes protestas y estallidos sociales nos obligan a reflexionar sobre qué tan eficientes son los indicadores que usamos para medir el progreso de un país. Por ejemplo, en el Perú se le considera pobre a una persona que gaste menos de S/.344 mensuales. Si la persona supera esta línea, automáticamente se convierte en un no pobre. Sin embargo, esta medida deja de lado el acceso a servicios básicos, calidad de vida, calidad de educación y oportunidades de desarrollo. Si bien es cierto que dichas variables son medidas de alguna manera por el índice de pobreza multidimensional, este indicador es poco usado. Es hora de darle mayor importancia a los indicadores sociales y no centrarse solo en los monetarios.
Asimismo, el principal indicador para medir la desigualdad es el GINI, no obstante, al ser elaborado mediante datos provenientes de encuestas de hogares está sujeta a errores de medición y frecuentemente este problema se pasa por alto. Por ejemplo, Saco, Seminario & Campos (2017) calcularon el GINI para el Perú utilizando la metodología propuesta por Lakner & Milanovic (2013) y concluyen que la desigualdad no es sólo más elevada sino persistente (estiman un GINI para el 2014 de 0.66 cuando el Banco Mundial reportó 0.44).
Finalmente, es importante tener una mirada a largo plazo. América Latina es una de las regiones con mayor desigualdad y desequilibrios sociales, no obstante, ningún gobernante parece tener medidas contra estos problemas. Es así, que cuando explota algún conflicto, las autoridades solo atinan a “apagar el incendio” con medidas cortoplacistas como el aumento del salario mínimo, anulación de aumentos de los precios en combustibles o pasajes, reducción de impuestos, etc.. Sin embargo, nadie habla de las reformas estructurales que se necesitan para una verdadera inclusión de todos los ciudadanos. El hecho que los chilenos se haya rebelado contra su modelo, que en teoría es el que mejor ha funcionado en AL, nos da pie a pensar que una situación similar podría suceder en el resto de países en desarrollo. Creo que aún estamos a tiempo de realizar las reformas que el país necesita, no vaya a ser que el próximo “baile de los que sobran” sea en la Plaza San Martín.
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