Por Bruno Herrera Criollo, alumno de Economía de la Universidad del Pacífico
La brecha salarial entre hombres y mujeres es una de las manifestaciones más patentes de la discriminación laboral de género en la actualidad. De hecho, las Naciones Unidas (ONU), en sus Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), contempla la urgente necesidad de erradicar estas diferencias pues impiden garantizar los derechos humanos más básicos de millones de mujeres. Sin embargo, a pesar de las copiosas sugerencias (y exigencias) de los organismos internacionales de más alto orden, aún existen, a nivel regional y local, voces políticas que se rehúsan a reconocer la gravedad del flagelo.
Muchas de estas, desestiman el origen estructural del fenómeno y aducen, entre otras cosas, al supuesto efecto determinante de la maternidad en la productividad de las mujeres. ¿Obstáculo inminente o mito obstruccionista? ¿Las mujeres ganan menos porque prefieren dedicarse a sus familias?
Muchos escépticos de la brecha salarial apuntan que, por efectos de la maternidad o las responsabilidades domésticas, las mujeres trabajan menos horas que los hombres. Dado que muchas mujeres eligen dedicar más tiempo a la actividad doméstica no remunerada de manera voluntaria, la brecha salarial, concluyen, es la consecuencia estadística de las preferencias individuales de las mujeres más que un fenómeno sistemático.
La validez de esta explicación fue puesta en duda en el 2006 por Trond Petersen, Vermund Snartland y Eva Meyersson en una investigación publicada por la Universidad de California en Berkely (UC Berkely). En este trabajo, los autores concluyeron que, efectivamente, durante los primeros años de su actividad productiva, las mujeres experimentan una menor brecha salarial que se va ampliando con el tiempo, sobre todo, entre los 30 y 50 años. Este intervalo no es casual.
Se trata del momento en el que muchas mujeres suelen asumir responsabilidades familiares distribuidas, clásicamente, en una forma desproporcionada con respecto a sus pares masculinos.
En este sentido, los investigadores identificaron una penalidad productiva ocasionada por la imposibilidad de desempeñar tamaña cantidad de tareas de manera eficiente. Aun así, esta penalidad no sería significativa lo que probaría un esfuerzo extraordinario de parte de estas mujeres por mantener el nivel de productividad a pesar de las necesidades de cuidado por parte de sus familias. No cabe duda alguna de que esta ligera disminución en la productividad no existiría si las tareas de cuidado se distribuyeran de manera equitativa, sin embargo, persiste la interrogante de por qué la brecha salarial se amplía en mayor medida de la que podría explicar esta penalidad.
Para responder a esta pregunta, deberíamos enfocarnos en las perspectivas, juicios y prejuicios de los empleadores. Más aún cuando todavía persiste, en muchas organizaciones, el paradigma sutil de que la mujer, al ser sujeto de roles asignados según criterios esencialistas, carga una mochila de costos potenciales para la empresa. De acuerdo a esta lógica, convendría más estimular salarialmente a un trabajador masculino exento de eventuales responsabilidades familiares que a
una mujer que además de experimentar la penalidad productiva mencionada previamente (la que puede ser percibida discrecionalmente por los empleadores) podría representar costos adicionales para la organización (licencias por maternidad, por ejemplo).
El precio de la maternidad
A partir de las conjeturas previamente expuestas se originan distribuciones desiguales en el salario cuando no mecanismos de exclusión laboral que impiden que las mujeres sean contratadas o ascendidas a cargos superiores. Si esta desigualdad salarial existe aun cuando la penalidad productiva es desestimable, cabe introducir el concepto de otro tipo de penalidad: la penalidad materna. ¿De qué se trata este fenómeno, quizá, más incómodo que el anterior?
En el 2007, Shelley Correll, Stephen Benard e In Paik condujeron una ya célebre investigación para la revista American Journal of Sociology con el objetivo de responder una sola pregunta: ¿existe una penalidad a las madres que buscan trabajo? Los autores dispusieron dos metodologías paralelas para determinar la existencia del fenómeno: un estudio experimental y una auditoría organizacional. Las conclusiones del estudio fueron tan significativas como reveladoras. Se
determinó que, tanto en el estudio experimental como en la auditoría, la condición de madre de una postulante orientaba el sesgo del empleador hacia la no contratación.
Así pues, se observó que los empleadores contrataban a mujeres sin hijos hasta en 2.1 veces más que a madres con las mismas competencias laborales. Mientras tanto, en el estudio de laboratorio, esta ventaja se mantenía, aunque en menor medida (1.8 veces más). Con todo, el resultado del estudio experimental dio ciertas luces acerca de las raíces estructurales y paradigmáticas de la discriminación. Al respecto, los encargados del estudio resaltaron que, debido a que su experimento se realizó con la colaboración de un grupo de estudiantes de pregrado que desconocían muchas de las prácticas organizacionales que se llevaban a cabo en los procesos de contratación, los resultados del ensayo podrían haber subestimado la verdadera magnitud de la penalidad materna.
Por otro lado, uno de los aspectos más paradójicos de este estudio fue que a diferencia de las madres, los postulantes varones que tenían hijos no solo fueron percibidos como más aptos que otros postulantes sin hijos, sino que se les ofreció, en promedio, mejores salarios, según ambas metodologías. Esta distinción es precisa para identificar al patrón que perdura hasta en sociedades relativamente más igualitarias que la nuestra. Una perspectiva según la cual el hombre, en su rol de
proveedor, tendrá mayores incentivos al trabajo remunerado sin los obstáculos que puedan representar las tareas del hogar, labor que se asigna, muchas veces de manera absoluta, a las madres.
Por todo esto, la penalidad materna debe entenderse como un impuesto que las mujeres pagan por su condición de madres al momento de postular a un trabajo (o solicitar un ascenso) y que afecta negativamente su nivel salarial cuando no su capacidad de ser contratadas, por lo menos. Esta penalidad, provocada por preconceptos infundados que se reproducen a través de malas prácticas organizacionales, no halla excusa en penalidades productivas que, si no reducen significativamente el output de las trabajadoras, impiden, con tan solo su potencialidad, que madres (e incluso mujeres sin hijos) demuestren sus verdaderas competencias. Esta inaparente relación de causa-efecto no es sostenible desde el punto de vista social, pero sí desde una óptica patriarcal en la que persista la asignación desigual de responsabilidades parentales y de cuidados entre hombres y mujeres.
Bajo esta premisa, cabe preguntarse también si es prudente analizar la penalidad productiva como penalidad y no como traslado de lo producido. De ser lo último y como indica la economía feminista, la mujer no dejaría de producir por cuanto su desequilibrado desempeño de tareas de cuidado contribuye de manera decisiva a la productividad de las empresas, entendidas como organizaciones conformadas por individuos que reciben cuidados. Por supuesto, según esquemas de producción e innovación tayloristas, puede que las mujeres penalizadas produzcan menos que los hombres, pero ¿no es acaso la labor en cuidados lo que garantiza la existencia de la línea de producción en primer lugar? La forma en la que se interpreta el producto de las mujeres en las organizaciones y la sociedad en general abre todavía más cuestionamientos acerca de la incidencia de estas brechas.
Por lo pronto, es necesario desterrar los preconceptos que ocasionan la imposición de penalidades a la maternidad, dimensionar adecuadamente la penalidad productiva y, sobre todo lo demás, proponer hegemonías sostenibles en las que se supere el modelo de mujer como sujeto doméstico. Solo cuando la labor en cuidados se distribuya de manera equitativa, seremos capaces de avanzar decisivamente hacia la paridad salarial y, por qué no, la equidad de género en otras dimensiones de la vida en sociedad.
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