James Wan lo hizo de nuevo. El conjuro 2 es una película que mantiene la esencia que ofreció su antecesora, más allá de los estereotipos que caracteriza al género en los últimos tiempos. El director de origen malayo, precursor de la saga Juegos macabros y realizador de las dos primeras cintas de La noche del demonio, acierta con un filme cargado de tensión, callando a las voces que no creen en segundas partes.
La historia se desarrolla en Enfield, un barrio ubicado al norte de Londres, específicamente en una casa habitada por una madre (Peggy Hodgson) y sus cuatro hijos. Una noche la segunda de las hijas, Janet (Madison Wolfe), escucha ruidos fuera de lo común. Poco a poco, los extraños sucesos se darán con mayor frecuencia hasta el punto en que la niña será poseída por un espíritu que la atormentará sin piedad. La delicada situación obliga a la iglesia inglesa a pedir ayuda a Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga), un matrimonio norteamericano de parapsicólogos con amplia experiencia en espiritismo y demonología. La sorpresa será mayúscula cuando descubran que no se trata de una entidad maligna cualquiera.
Hasta aquí todo parece ser un típico caso de posesión que derivará en un exorcismo. Sin embargo, Wan no ofrece una película plana donde predomine el clásico esquema argumental: introducción-nudo-desenlace. El gran mérito de Wan radica en hacer que los detalles parezcan parte fundamental de la película, mucho más que el conflicto central. Y de verdad que lo son. Cito dos ejemplos: cuando Janet aguarda a un espíritu debajo de las sábanas, el sentir de la escena está marcado por una angustia extrema. O cuando Lorraine combate contra una pintura que representa al demonio, los golpes de efecto sobresalen. Es decir, Wan crea breves momentos que alimentan con eficacia el clímax de la película para robustecer la trama.
Otro aspecto clave de El Conjuro 2 -y que el realizador ha utilizado antes- son los giros argumentales. Cuando todo parece resuelto o evidente, Wan le da vuelta a la tuerca para señalar nuevos nudos dramáticos sin llegar a saturar o sin que la historia se diluya.
Wan no juega a ser novedoso porque casi todos los trucos o estrategias de tensión a las que recurre ya se han visto en sus trabajos anteriores o en las de otros autores. Se preocupa más por el trayecto que por el fin. El director es un experto en hacer que el camino para alcanzar los momentos de terror sea envolvente y punzante. Durante toda la película la incomodidad se apodera del espectador. No lo suelta. No lo deja sentirse aliviado. Así esté ante situaciones plácidas, armoniosas o románticas. Siempre habrá un instante en que Wan se las arregle para desviar la atención central a fin de generar una inquietud. Ya sea a través de una mirada, un encuadre, la música, los efectos sonoros o un parlamento sobrecogedor.
Vale comentar el contexto del filme y la verosimilitud del mismo. El tiempo en que se plantea la película, fines de los setenta, está tan bien ambientado que podemos trasladarnos a la época sin mayores esfuerzos tanto desde una perspectiva social y política como desde el tratamiento y textura de las imágenes.
El humor es otro de los aspectos que Wan maneja con equilibrio ante las atmósferas tensas que marcan sus escenas. No hay forzamientos para que sus personajes parezcan simpáticos. Los introduce en situaciones que buscan generar empatía con la intención de abrir nuevos patrones de conducta. Bajo este recurso los niños de la casa embrujada pueden amainar el dolor del padre ausente y el fastidio que producen los fenómenos paranormales (por ejemplo, cuando Ed Warren canta Can’t Help Falling In Love, imitando a Elvis Presley).
El conjuro 2 es una buena secuela que no necesita del soporte de la primera entrega. Claro, no la supera. Pero se disfruta y, sobre todo, arranca momentos de absoluta tensión, sugiriendo y mostrando, jugando con la imaginación del espectador de manera audaz.
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