“Se venera todo y no se valora nada”, le dice Sebastián (Ryan Gosling) a Mia (Emma Stone) respecto al giro musical y la conquista mercantil que ha sufrido un tradicional bar de jazz de Los Angeles, durante un paseo al aire libre por los estudios Warner. Los protagonistas de La La Land -un refinado pianista sin trabajo estable y una tenaz aspirante a actriz- reflexionan acerca del género musical estadounidense y no es casualidad que lo hagan comparándolo subrepticiamente con la maquinaria que impera en Hollywood: un fabricante de sueños que poco tiene de idealista y que se ajusta a la calculadora de la taquilla.
El filme de Damien Chazelle es un claro homenaje a los musicales que desde siempre han robustecido -y enorgullecido- la historia del cine clásico de los Estados Unidos. Un género tan gringo como el western, pero que al igual que el interpretado por cowboys, hace mucho perdió brillo y solo logra resucitar cada largo tiempo con una que otra joya, para volver a fallecer ineludiblemente. No es que Chazelle pretenda emular alguna de las películas donde la presencia de la dupla conformada por Fred Astaire y Ginger Rogers sigue siendo un disfrute insuperable. O que la sombra de Cantando bajo la lluvia (1952) siga siendo tan larga que el director de Whiplash (2014) no pueda despegarse de su estela. No.
Si bien Chazelle recurre a los tópicos del género -fusión dependiente entre música, canciones, diálogos y baile, en el marco de una esmerada puesta en escena- también apela a la armonía y sencillez para que el trabajo de la pareja principal denote naturalidad. Gosling toca el piano con medida sobriedad y Stone canta sin disfuerzos. Ambos bailan sin artificios. Pero es la empatía de la dupla la que genera confianza para seguir creyendo en una historia sencilla de romance soñador. Claro, Gosling y Stone sacan provecho a sus antecedentes conjuntos en Crazy Stupid Love (2011) y Ganster Squad (2013).
La La Land sueña y hace soñar a la audiencia. Mientras que Mia es rechazada de todas las audiciones a las que se presenta o es humillada a tal punto que pone en duda su vocación, Sebastián es un purista del jazz que no desea hacer concesiones sobre la música que ama, aunque sea el propio amor el que lo haga ceder ante el sistema. Los dos saben que deben sacrificar algo para alcanzar sus objetivos, así sea la relación que los une. Nuevamente el establishment opresor que mata pasiones pero al que se le puede sacar la vuelta de forma sacrificada. Argumento repetido y efectivo. Chazelle no se preocupa por ser original, arriesga lo predecible a cambio de la eficacia musical de la orquesta de Justin Hurwitz y su dupla protagonista (de hecho, la banda sonora venderá muchos discos).
La relación entre el curso que han seguido los musicales en el cine y las nuevas generaciones de músicos de jazz es otro aspecto interesante de la película. Chazelle revaloriza el género cinematográfico pero entiende que los recursos digitales también suman en el intento de mostrar una cinta con aires de espectacularidad. No importa, funciona a pesar de los bufidos de los viejos admiradores canónicos. Por otro lado, el jazz se reinventa y va experimentando nuevas vertientes. Sus más jóvenes intérpretes adoptan estilos que pueden sofocar los gustos de los conocedores más tradicionalistas -quise decir rancios-.
Siempre pasó en el jazz: los Bebop (Gillespie, Parker, Monk o Davis) rompieron con el swing, mientras que los Cool (Mulligan, Baker o, nuevamente, Davis) marcaron distancia del Bebop, o se reinventaron. Y todo ello Chazelle lo sabe, lo aplica y lo traslada a las tendencias del mercado cinematográfico. No redescubre el musical, pero sí lo dota de un aire fresco para un público nuevo y masivo que pocas luces tiene sobre la época dorada del género.
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