Sucedió con El señor de los anillos, la saga del Batman de Christopher Nolan y la trilogía de Wolverine. La expectativa alcanzó cuotas tan altas que, en algunos casos, la decepción y, por qué no, la caída fue muy dura. En otros, se trató de epílogos que redondearon, casi a la perfección, historias que con el paso del tiempo se convertirán en clásicos del cine fantástico, de ciencia ficción o de superhéroes. En cambio, El planeta de los simios: la guerra (2017) tiene un poco de ambos panoramas: ni decepciona, ni llega a consolidarse.
Esta película cierra la reciente trilogía que se inició en el 2011 con El planeta de los simios: (R)Evolución dirigida por Rupert Wyatt y que tuvo un interludio hace tres años con El amanecer del planeta de los simios, a cargo Matt Reeves. El capítulo final, nuevamente bajo la realización de Reeves, es la entrega mejor fabricada de la franquicia: una cinta que se rige a los estándares que más gustan a Hollywood, una mezcla ideal de entretenimiento -acción, comedia y dramatismo- con cierta cuota de intelectualidad apoyada en superficiales cuestiones antropológicas. Lo fastuoso del blockbuster tiene como bastión central al trabajo digital y a la hipermanipulada labor de postproducción que, en algunos pasajes, le restan credibilidad a la historia.
Reeves enfrenta el reto de volver a mostrar la disputa entre humanos y simios desde la trillada mirada de la involución del hombre y la evolución animal. Sin embargo, lo atractivo del punto de vista del director es la concepción del “otro”. Ya sea desde la óptica de César (Andy Serkis) -líder de los simios- o del Coronel (Woody Harrelson) -paranoico y cruel militar-, el “otro” es una abstracción a la que se teme. Todorov diría: “como una instancia de la configuración psíquica de todo individuo en relación al yo; o bien un grupo social concreto al que nosotros no pertenecemos”.
Esa evidente y mutua falta de identificación lleva a la desconfianza para implantar la semilla del alejamiento, en el caso de César, y el de la conquista, a costa del Coronel. La cuestión del “otro” también ayuda a reflexionar sobre los signos, la interpretación de los mismos y la manera de comunicarse que tienen las dos especies. La pandemia mortal, la pelea entre humanos o los lazos consanguíneos solo son excusas que se desarrollan de manera insulsa desperdiciando un camino que sí se aprecia mejor en otras cintas como, por ejemplo, La llegada (Denis Villeneuve, 2016).
Por otro lado, la construcción psicológica del protagonista es el punto más fuerte de su película a nivel de personajes. La actitud mesiánica que se atribuye César al conducir a su pueblo hacia la tierra prometida se interrumpe constantemente por una obsesión que lo domina y lo traiciona: la venganza. Antes que aliviarse por la pérdida de sus seres queridos, el líder de los simios busca destruir a toda costa al causante del dolor, el Coronel. El odio, un sentimiento tan humano y milenario como el amor, recorre las acciones de César y hace que nos solidaricemos con su condición de primate evolucionado a través de una serie de efectismos que a la larga le restan solidez a la historia.
Se entiende la focalización del dolor, la tristeza y la injusticia en escenas claves, pero el abuso de los elementos sonoros y algunas referencias nada asolapadas a las persecuciones a las minorías étnicas durante la Segunda Guerra Mundial, hacen que los momentos melodramáticos saturen el eje argumental de la película: la sobrevivencia. El planeta de los simios: la guerra no sobresale, aunque sí tiene un encanto que se desgasta conforme avanza debido a la sencillez de su tratamiento.
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