La polémica que arrastra Sonido de libertad ha dejado en segundo plano el verdadero motivo por el que debería ser analizada: su valor cinematográfico. Se entiende que los cuestionamientos disparen hacia su motivación real como aparato de propaganda. También se ha comentado que la película está financiada por grupos religiosos extremistas próximos a las cúpulas de poder en los Estados Unidos. En suma, se dice mucho y se sabe poco. Lo que no se puede negar es su compromiso con un sector de la sociedad que responde a ciertas ideas que no tienen por qué gustar a todo el mundo. Sin embargo, es la esencia de su motivación lo que termina afectando el balance general de su propuesta narrativa.
El tráfico de menores siempre será un tema delicado de abordar, especialmente cuando se plantea desde una ficción basada en hechos reales como lo hace Sonido de libertad. Cuesta creer que todo lo narrado en la película alcance un crédito mínimo de verosimilitud debido a que cada acción parece no haber sido pensada en función de una historia coherente sino como un aparato lleno de estereotipos. Ni los dramas más edulcorados incurren en los vacíos de guión que sostienen a la película dirigida por Alejandro Gómez Monteverde.
Iniciemos por el comienzo. Muchos cuestionamientos han puesto en duda el trabajo como activista de Timothy Ballard, referente en el que se basa la película. Ballard es un exagente del departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos en el área de turismo sexual infantil que ha sido cuestionado por “inflar” las cifras de sus rescates y por exponer la identidad de las víctimas con un afán de protagonismo. Este tema no tiene nada que ver con los menesteres cinematográficos que debería abarcar el presente texto. Sin embargo, Sonido de libertad construye a su personaje central -interpretado por Jim Caviezel (La pasión de Cristo)- sobre una apariencia inmaculada que lo convierte en un superhéroe fallido libre de pecado.
Es cierto que las licencias creativas permiten distorsionar y deformar la realidad sin necesidad de ser fieles a la fuente original, pero en el caso de esta película su desatino artístico empieza cuando toma una realidad difícilmente comprobable -en especial los trabajos de Ballard después de su carrera como agente estatal- y la traslada a una ficción de terribles concepciones argumentativas. Todo llueve sobre mojado en Sonido de libertad. Además, todo no sería tan malo si es que la propia película no se mirase en el espejo de la autoridad moral, aquella que derrama solemnidad en cada escena.
El valor artístico de Sonido de libertad se concentra en un atractivo recubrimiento fotográfico y un despliegue de planos y movimientos de cámaras al buen estilo de las producciones de Hollywood. Lo más parecido a una casa de buena fachada que se esconde tras la tragedia de sus endebles estructuras. A Gómez Monteverde no le importa que su película sea un vehículo propagandístico o que se desdoble en el rol de relacionista público de Ballard. Total, su verdadero público está ideologizado y es cautivo. También existe un sector que encuentra interés en la obra gracias a la sensibilidad del tema. Y, por último, está la gente que ha sido arrastrada hacia las salas de cine por el ruido mediático que su producto ha generado. Sonido de libertad sería menos mala si la crudeza de su temática no incurriera en un manejo maniqueo de la misma.
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