Tras su debut como directora en Hermosa venganza (2020), las expectativas por ver nuevamente a Emerald Fennell detrás de la cámara han sido muy altas. Su ópera prima cosechó numerosos elogios y consiguió premios en casi todos los certámenes a los fue nominada, en especial en la categoría de Mejor Guión Original (fue vencedora en las galas de los BAFTA y los Oscar). Saltburn, el segundo filme de la autora británica, asume mucho más riesgos que su trabajo anterior llevando la trama y la narrativa a niveles que podrían considerarse audaces. Sin embargo, conforme pasan los minutos la elegante puesta en escena y la poderosa personalidad de sus protagonistas se diluyen hasta que la película se transforma en un bonito repositorio que no alberga nada especial.
Oliver (Barry Keoghan) -académicamente admirable y hasta cierto punto misterioso- es admitido en la Universidad de Oxford como becario. En esta casa de estudios conoce a Felix (Jacob Elordi) -sociable, de noble cuna, pero, sobre todo, deseado por ambos sexos-. A pesar de ser muy distintos, entablan una amistad que los lleva a pasar el verano en la mansión de Felix -un hermoso castillo medieval que contiene piezas de arte invaluables-, junto a su excéntrica familia. Hechos fuera de lo común, entre ellos varias muertes sin explicaciones claras, dan un giro a la trama que hasta ese momento proponía el despertar universitario en medio de fiestas, flirteos y una fina capa de erotismo juguetón.
El principal problema de Saltburn es la dilatación de escenas que subrayan las intenciones de Fennell. La fijación que siente Oliver por Felix se convierte, en primera instancia, en una obsesión de orígenes patológicos mezclado con una inevitable atracción homoerótica que en el último tramo de la película termina derrumbándose cuando descubrimos que “nada es lo que parece ser”. La directora recurre a circunstancias polémicas para expresar la enfermiza mentalidad de su personaje central, pero todo lo accesorio que rodea a estas mismas situaciones se sienten forzadas, pomposas y redundantes. Se entiende que el afán de Fennell se sostiene en la provocación, lo cual funciona a través de sus desnudos y sus diálogos mordaces. Además de la innecesaria extensión de las secuencias, lo que desilusiona es el despilfarro del despliegue visual y del excelente reparto que desembocan en un final burdo que busca imitar la eficiencia de un thriller noventero.
Lo que sí es destacable en Saltburn es el trabajo de Keoghan. Perturbado y ambivalente, despierta desprecio y compasión. Las escenas donde bebe el agua en que Felix tomó un baño mientras se masturbaba y aquella en que llora acostado, desnudo, en una tumba bajo la lluvia erizan a cualquiera y refuerza la personalidad transgresora de Fennell. No obstante, la interpretación de Keoghan no alcanza para salvar a una película que se deshace a fuego lento. En el reparto también marcan diferencias Rosamund Pike como Elspeth y Alison Oliver en el rol de Venetia, madre y hermana de Felix, respectivamente.
Si bien Saltburn defrauda, también es justo decir que la búsqueda de un camino controversial por parte de su creadora es bueno en el sentido de romper convencionalismos para poner sobre el tapete temas donde diversos géneros cinematográficos se asocian. En esta ocasión, a Fennel le sale el tiro por la culata y solo nos queda esperar su siguiente película para que confirme la gran capacidad narrativa que le vimos en su multipremiado primer largometraje.
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