Algunas personas odian los años bisiestos, otras odian los lunes de lluvia, yo en cambio, odio las fotos. Prefiero mantenerme alejado de ellas. No me agradan los flashes, el zoom, los selfies y todo el rollo de poses y términos fotográficos habidos y por haber. Los pocos retratos que conservo son los de mi hijo, los de mi perro y un par míos que guardo por si acaso tenga que utilizarlos en alguno de los medios sociales en los que tengo presencia. No llevo más conmigo, no necesito más conmigo.
Cuando inicié la primaria y pese a que la palabra “bullying” aún no había sido incluida en el diccionario, la costumbre de agarrar a golpes al prójimo más próximo estaba más de moda que la cursi y narcisista redundancia de darle un “like” a su propio selfie. Tanto así, que propinarle una soberana paliza al benjamín del salón era, después del fútbol, el deporte más popular de mi escuela.
Ya sea por mi insoportable hiperactividad o mi extraña forma de pensar, entre mis compañeros fui considerado una especie de anomalía genética, un fenómeno, algo así como si estuviera fuera de la curva de distribución normal del cuerpo estudiantil, razón suficiente para ser declarado blanco oficial de toda golpiza. Desde entonces supe que mi colegiala estadía sería una miserable pesadilla. Mientras que a los niños de mi edad se les pegaban el sarampión, las paperas y la varicela, conmigo lo hacían los puñetes y puntapiés de todos los matones que produjo mi plantel, que por coincidencia siempre eran de talla dos litros y medio.
A falta de manual escrito cada víctima tenía que resolver el asunto como pudiera. Cuando se aproximaban los abusivos bravucones (porque siempre actuaban en cardumen) y la opción del escape o la rápida gambeta de último minuto se tornaban tan imposibles como estornudar con los ojos abiertos, a mí no me quedaba más que encomendarme a Dios, a San Judas, a San Duchito y a San Guijuela para que produzcan sin previo aviso un apocalíptico cataclismo modo fin del mundo (de esos que incluyen las cuatro trompetas y demás instrumentos de viento), que provoquen un tsunami como el que salpicó Krakatoa cuando hizo erupción y derritió con su lava hasta el último mosquito que había en el vecindario o que lancen un meteorito tamaño extra-large como aquel que extinguió a los dinosaurios en el período Cretácico-Paleógeno y que Spielberg resucitó en Jurasic Park. Yo esperaba que cualquiera de estos extraordinarios eventos se lleve lejos de mí a esa banda de indeseables y que se excluya su pasaje de regreso del tema en cuestión. De esta manera, la divina intervención hubiera evitado una conflagración de consecuencias nefastas para mí (que por casualidad era al que siempre le tocaba la peor parte de la palabra “nefasta”). Pero mi espiritual solicitud nunca fue atendida.
Mi vía crucis, con sus catorce estaciones, se hacía aún más intensa cuando llegaba el momento de tomarnos la foto grupal de fin del año lectivo. Como ninguno de mis compañeros quería ser retratado a mi lado, me esperaban en el baño para destrozar mi uniforme y hacerme impresentable para el retrato (que de por sí yo siempre andaba impresentable por lo que ésta constituye la segunda redundancia del artículo). Entonces, me emboscaban al más puro estilo de Caballo Loco y el resto de su tribu, que en la Batalla de Little Bighorn le metieron tremenda goleada al General Custer y al Séptimo de Caballería y lo eliminaron prematuramente de la fase de grupos. Era ahí cuando la cosa se ponía color de hormiga (me refiero a la roja que es la que tiene tremendo complejo de inyección). Ya tendido en el piso, en posición tomando baños de sol al mediodía en Cancún, era sometido a una muy creativa y cruel plétora de golpes que no puedo detallar porque yo siempre cierro los ojos en las escenas de terror. Pero, al final del día no todo era malo, porque en más de una ocasión gané unas cortas vacaciones en una cómoda y pacífica cama de hospital.
Fue así que para detener tanta violencia mis maestros optaron, cual salomónica solución, por no incluirme nunca más en los retratos de la promoción. Desde aquel día, odio las fotos y no dejo que me retraten salvo que me lo pida mi abuelita con 30 días de anticipación, cosa que sospecho no sucederá en un futuro inmediato porque hace como veinte años que ella colgó los tenis y la última vez que fui a visitarla al cementerio me dijo que no piensa volver a ponérselos porque no son de su talla y le aprietan los pies.
El mercado rechaza lo que no entiende, no tengo dudas de esto. Mis compañeros de colegio, por ejemplo, lo hacían conmigo porque mi comportamiento contradecía todo aquello que ellos conocían y definían como normal y aceptable. La curva de adopción de la innovación está íntimamente ligada con esta premisa. Los primeros dos segmentos que Rogers bautizó como los “innovadores” y los “adoptadores tempranos” son los más permeables a la hora de adoptar ideas desconocidas pero no es suficiente con ellos como para hacer comercialmente viable un producto singular. Por lo general, rechazamos las nuevas ideas no porque sean malas sino más bien porque son nuevas y al serlo es muy difícil comprenderlas y darles valor.
A todo aquello que le encontramos explicación y coincide con nuestro sistema de creencias, le llamamos racional. Lo contrario también se cumple, cuando la idea es nueva y no coincide con nuestros paradigmas la consideramos ilógica, absurda, irracional y carente de todo sentido. Toda idea singular y novedosa parece en principio incoherente e irracional por lo que el mayor desafío que existe para convertirla en innovación es lograr la aceptación de la zona más inflexible y racional del mercado.
Es justamente el rechazo a lo desconocido la razón principal del fracaso de tantas nuevas ideas. Nuestra mente funciona como una tienda de antigüedades donde lo nuevo no tiene espacio en las vitrinas. Es posible que al intentar introducir un papel higiénico en cápsulas, una crema de afeitar que no necesita rasuradora alguna para eliminar la barba o un par de calcetines anti-olor que sólo requieran ser lavados cada seis meses, se gane el inmediato rechazo del grueso racional del mercado porque estas ideas atentan contra su sistema de creencias que usualmente es tan o más antiguo que mi abuelita que ya de por sí era tan vieja que en lugar de conversar con sus amigas por el whatsapp lo hacía utilizando una guija.
Todo lo anterior se sustenta en nuestro proceso evolutivo por el que hemos desarrollado una serie de mecanismos de supervivencia que han conservado a nuestra especie hasta el día de hoy. Uno de éstos premia la familiaridad y rechaza lo que no lo es. Antaño, por ejemplo, era cuestión de vida o muerte desarrollar la habilidad de distinguir entre un rostro conocido de uno desconocido, diferenciar a un miembro de nuestra tribu de un intruso. Imagínese lo que hubiera ocurrido si en ese entonces usted hubiera confundido a un extraño de costumbres caníbales (porque los veganos no estaban de moda en esa época) y le abría las puertas de su comunidad como si se tratara de uno de los suyos. Puedo apostarle que esa misma noche y sin necesidad de haber asistido a una sola clase del Le Cordon Bleu, usted hubiera hecho su triunfal ingreso al mundo de la gastronomía convertido en consomé o en postre del sujeto (dependiendo del menú del día, claro está).
El cerebro, entonces, está diseñado para aceptar lo que le es familiar y cerrarse a cualquier desviación estándar que se aleje de la media conocida. Por esta razón, la clave del éxito o del fracaso en la introducción de un producto singular al mercado está en entender que la mente del consumidor prefiere y conserva cualquier vieja idea o creencia antes que admitir una nueva y desconocida que se oponga a la primera.
Supongamos que hemos creado un microchip que elimina el uso del pañal porque regula las funciones biológicas del recién nacido de tal forma que éstas puedan ser programadas para que el bebé haga sus necesidades únicamente en ciertos horarios. Para que funcione el microchip debe ser colocado a la altura de la oreja y debajo de la piel del infante.
Sean de tela o desechables, los pañales se han venido utilizando desde que las mamás tienen olfato y forma parte del inamovible sistema de creencias materno. En este mercado, la cantidad per cápita de unidades consumidas no depende de la edad del bebe sino más bien del grado de experiencia de la madre. Así, una mamá primeriza puede, en promedio, cambiar el pañal de su recién nacido hasta unas doce veces al día así éste no lo necesite. De otro lado, una madre experimentada, aquella que tiene tres o más hijos, cambiará los pañales a su recién nacido unas tres veces al día y solo cuando el olor a burro muerto sea evidentemente insoportable (siendo el menor de ocho hermanos este asunto explica el porqué de mis crónicas escaldaduras).
Seguramente, el segmento de madres experimentadas estará más dispuesto a contradecir las creencias relacionadas con el cuidado de sus hijos que el segmento de madres primerizas y será el más proclive a probar el microchip aunque esto no será suficiente para lograr su viabilidad comercial porque las creencias del segmento racional así lo impedirán.
Una vez que una idea entra en nuestro sistema de creencias es muy difícil de eliminar y de eso puedo dar fiel testimonio, porque yo mismo dejé de bañar por seis meses a Firulais después de ver Gremlins en el cine. Aún así, muchas de las creencias que guardamos en nuestra mente son completamente absurdas y nos mueven a comportarnos irracionalmente como, por ejemplo, cuando agachamos el cuerpo al caminar bajo la lluvia o cuando lanzamos los dados moviendo muy suavemente las manos si necesitamos obtener un número bajo. En los negocios ocurre algo similar, hay muchas creencias sin sentido. Tal vez la principal de todas ellas es una que proviene del marketing y que proclama que es necesaria la existencia previa de un mercado de consumidores antes de lanzar cualquier nueva idea. Esta afirmación esconde una falsa y peligrosa premisa: la novedad y el valor viajan en la misma dirección.
Lo cierto es que tanto la novedad como el valor caminan en opuestas direcciones y de esto justamente hemos estado hablando durante todo el artículo. La gente no le ve valor a lo que no entiende, se los diré yo que ninguno de mis compañeros quería tenerme de amigo. Es por esto que una idea singular nace sin mercado de consumidores. ¿Cuántos de ustedes estarían dispuestos a cambiar el clásico, familiar y conocido rollo de papel higiénico por una cápsula que haga el mismo trabajo?
Aquellos que están dentro de la curva no pueden comprender lo que está fuera de ella y esta es la razón por la que fracasan las nuevas ideas. Hace algunos años mis antiguos compañeros de la primaria me contactaron para invitarme a una reunión de ex alumnos a la que asistí después de mucha insistencia. Al finalizar el evento, a excepción mía, los demás posaron para la foto del recuerdo. Cuando vi la copia no pude ocultar mi sonrisa, no parecía en absoluto un retrato sino un poster del Show de los Muppets.
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Lecturas no recomendadas: Sí está de moda que, por distintas redes sociales, los autoproclamados expertos y gurús en asuntos cósmicos recomienden la lectura de libros y autores, yo que me confieso inexperto en esos mismos asuntos quiero NO recomendar para su lectura la siguiente lista de artículos. Si usted los lee es por su cuenta y riesgo. A mí no me demande que no tengo abogado que me defienda.
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