Por: Miguel Ángel Saldarriaga
Es cierto que un alto crecimiento económico no soluciona todos los problemas (pensemos en las recientes protestas en Chile). Pero es preciso reconocer que sin crecimiento cualquier solución se hace mucho más difícil.
Las últimas cifras del crecimiento del PBI muestran que en los primeros 10 meses de 2019 la economía peruana creció 2,2 por ciento. Estos resultados no sorprenden pues es evidente la desaceleración de la economía peruana desde hace casi dos trimestres. Lo que preocupa son las justificaciones que muchas veces se escuchan, dentro y fuera del sector público, para restarle importancia a nuestro magro desempeño económico. Pensamos que la solidez macroeconómica actual y el ritmo de logros alcanzados desde los 90 son excusas para permitirnos una desaceleración y que basta con ser uno de los países con mayor crecimiento de la región. Si nos comparamos con el mundo, el desempeño económico del Perú este año es bastante mediocre. Es cierto, tenemos una macroeconomía sólida y de bajo riesgo, con ningún problema aparente de sostenibilidad. Son condiciones no desdeñables, más aún cuando uno piensa en otros países de la región donde algunas reglas básicas de la macroeconomía parecen haber sido olvidadas. Pero esto no es suficiente.
¿Por qué no podemos ser complacientes? Porque necesitamos seguir creciendo para mejorar el bienestar de la sociedad, objetivo último de las políticas públicas. No somos un país desarrollado, hay casi 7 millones de personas que viven en condiciones de pobreza, casi tres cuartas partes del mercado laboral es informal, el acceso a servicios de salud y educación no son óptimos y la calidad de los servicios públicos es deficiente. Es cierto que un alto crecimiento económico no soluciona todos estos problemas (pensemos en las recientes protestas en Chile). Pero es preciso reconocer que sin crecimiento cualquier solución se hace mucho más difícil. Así, las recientes cifras del PBI nos dejan cierto sinsabor porque nos hacen comprender que nuestras posibilidades de seguir avanzando y de conseguir el país que queremos son menores, porque nuestras ganancias potenciales se reducen. En las matemáticas del desarrollo, cada punto cuenta.
Entonces, ¿qué hacemos para crecer más? En sentido estricto, para crecer más hay que producir más, y para ello o aumentamos los recursos disponibles (crecemos extensivamente) o con los mismos recursos producimos más (crecemos intensivamente), o una mezcla de ambas. Pero decir eso es no decir nada, es una tautología. La discusión relevante empieza cuando pensamos en las posibles soluciones a cada una de estas posibilidades. ¿Cómo hacemos para generar más recursos disponibles en la economía? ¿Formalizando? ¿Destrabando los proyectos de inversión pública paralizados? ¿Atrayendo más inversión privada? ¿Cómo mejoramos la productividad? ¿Cómo hacemos que las intervenciones del Estado se reflejen en mayor producción? ¿Cómo distinguir entre medidas que permitan una reactivación económica en el corto plazo de aquellas que garanticen la sostenibilidad del crecimiento en el largo plazo?
Esta discusión no es nueva. Entonces, ¿por qué no tomamos cartas en el asunto? En la cadena de diseño e implementación de políticas públicas, ¿en qué parte se producen las fallas para impulsar un mayor crecimiento?
Cada gobierno ensaya con mayor o menor éxito un conjunto de respuestas a los problemas que encuentra. Algunas están basadas en la teoría económica y otras en consideraciones políticas. Incluso dentro de la teoría económica no existe un consenso sobre qué es lo que hay que hacer para crecer. En un excelente articulo de la revista Foreign Policy[1] escrito por los ganadores del premio Nobel de economía de este año, Abhijit Banerjee y Esther Duflo, se señala que “una verdad incómoda de la economía es que no se sabe aún por qué algunas economías crecen y otras no”.
Regresemos al Perú. Hay que reconocer que buena parte de las políticas públicas de las dos últimas décadas han sido en promedio adecuadas. Pero eso no implica que en este momento el Estado sea un modelo de eficiencia o que no haya errores al momento de definir qué es relevante y urgente. Tampoco que el paquete de políticas actuales sea el mejor. El abandono de la diversificación productiva (ahora tibiamente retomado) y la pérdida de impulso de la reforma educativa probablemente nos pasen factura en los siguientes años.
Más importante aún es establecer prioridades. A veces por querer hacer todo no se hace nada. Un ejemplo de ello es el Plan Nacional de Competitividad, extenso, detallado y con soluciones acertadas, pero con escasas posibilidades de ser plenamente implementado en los siguientes años.
En el corto plazo las cosas lucen mejor. Las medidas recientes para acelerar la ejecución de la inversión pública y para priorizar obras en algunas regiones son acertadas y pueden tener impacto inmediato sobre el crecimiento económico.
A este gobierno le queda un año y medio. Ya nadie cree que se vaya a implementar una reforma audaz como la del mercado laboral o la del sistema de pensiones, tan necesarias y tan difíciles. Esperemos entonces que se prioricen aquellas medidas con un impacto sobre la reactivación económica, y que el entorno político y las condiciones externas (tan importantes para nuestro país y sobre las cuales no podemos hacer nada) sean favorables. Que la inercia no nos gane.
[1] https://www.foreignaffairs.com/articles/2019-12-03/how-poverty-ends
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