Por: Alfonso de la Torre, Piero Ghezzi y Alonso Segura
Los riesgos son inmensos. La crisis iniciada en el sector real puede tener efectos profundos en el sector financiero, lo que a su vez impactaría al sector real. Evitarlo dependerá de dos factores.
La pandemia desatada por el Covid-19 representa el mayor reto para la economía global desde la crisis financiera del 2008-2009. Sin embargo, a diferencia de entonces, cuando un sudden stop (parada repentina) en el sector financiero arrastró a la ‘economía real’ a una recesión profunda, esta vez es un sudden stop en el sector generador de bienes y servicios el que está afectando de manera traumática a los mercados financieros.
El Covid-19 ha generado una crisis de salud pública a escala global no vista desde hace un siglo. Al no existir vacunas aún –y sin esperanza realista de tenerlas este año–, las estrategias para combatir la enfermedad buscan reducir las oportunidades de contagio. Estas van desde el distanciamiento social hasta el cierre de fronteras y la aplicación de cuarentenas.
Dichas medidas, necesarias para evitar el colapso de los sistemas de salud, paralizan la actividad económica. Conforme más países las adoptan, se van desactivando largos segmentos del aparato productivo, y el gasto de los consumidores y empresas se reduce. La consecuencia, cada vez más probable, es una recesión global.
¿Puede esta paralización generar una crisis económica similar -o incluso peor- a la vivida hace una década? No necesariamente. Los principales bancos en Estados Unidos y Europa se encuentran mejor capitalizados, los niveles de liquidez son más altos y existe mayor transparencia en la formación de precios de activos financieros.
Pero no puede descartarse, los riesgos son inmensos y crecientes. Es posible que la crisis iniciada en el sector real tenga efectos profundos en el sector financiero, lo que a su vez impacte en el sector real. Evitar que se generen estos impactos negativos que se refuerzan mutuamente dependerá de dos factores clave: primero, la eficacia de las medidas para limitar la propagación (en casos y fatalidades); segundo, las intervenciones de los bancos centrales y gobiernos para mitigar su impacto económico.
Con respecto al segundo, el sudden stop es inicialmente un choque de oferta, pero puede derivar en uno de demanda (incluso más persistente) si la paralización lleva a quiebras, despidos y/o defaults masivos. Por ello las autoridades monetarias y fiscales necesitan actuar para evitarlo y asegurar que la cadena de pagos siga operando. Para lograrlo, es necesario explorar mecanismos como extender repagos y nuevas líneas, y postergar el pago de tributos para proveer de liquidez a negocios y personas. Asimismo, se requiere cierta flexibilidad en el mercado laboral, con medidas que, sin abusos, eviten amplificar los efectos negativos a través de cierres. Ello incluye suspender impedimentos a trabajar desde casa. Dada la escala del reto, transferencias monetarias a gran escala deben estar sobre la mesa.
También se necesitan herramientas no convencionales. La Reserva Federal (Fed) ha recortado su tasa de interés a cero, pero más importante son sus intervenciones para proveer liquidez y las facilidades otorgadas a los bancos para hacer uso de sus colchones de capital contracíclico. Lo mismo ha hecho el Banco Central Europeo. El despliegue de todas las baterías utilizadas hace una década por la Fed en un plazo tan corto refleja su preocupación respecto a los altos riesgos sobre la actividad económica.
Lo más importante será la eficacia en contener la pandemia (incluyendo el desarrollo de una vacuna). Si los gobiernos fracasan en ello, la paralización productiva será no sólo significativa sino también duradera.
El caso de éxito más conocido es China, que ha logrado reducir los nuevos casos de contagio con medidas drásticas de control, aunque queda por verse si los casos no vuelven a elevarse una vez que estos controles comiencen a retirarse.
Hay también otras estrategias exitosas. Singapur, Hong Kong y Taiwan han controlado brotes tempranos del virus mediante el monitoreo directo de nuevos casos, medidas intensivas de higiene en lugares públicos, restricciones de viajes y una expansión enérgica de pruebas. Corea, por su lado, demostró lo fundamental de hacer pruebas masivas para controlar brotes más avanzados: aunque inicialmente los casos se dispararon a 5000 en 10 días, lograron contener la epidemia con un programa muy agresivo de pruebas (más de 270,000 a la fecha).
Estas y otras evidencias sugieren que medidas drásticas para suprimir rápidamente el proceso de contagio del virus, como lo ha hecho el Perú con cuarentenas de toda la población, son correctas. Por ejemplo, un estudio reciente de epidemiólogos del Imperial College de Londres -para Reino Unido y Estados Unidos-, encuentran que las medidas solo para mitigar la expansión de la enfermedad (aislar a personas infectadas, poner en cuarentena a su familia y reducción de la interacción social de mayores de 70 años) serían insuficientes. Se sobrepasaría en ocho veces las capacidades del sistema de salud de Estados Unidos y del Reino Unido y resultaría en 1.2 millones y 250,000 muertos adicionales en dichos países respectivamente.
Por ello, la supresión drástica como la implementada en el Perú es correcta. Sin embargo, debe ser complementada para ser sostenible social y económicamente. Se requiere urgentemente, por un lado, políticas que mitiguen su impacto sobre la actividad económica y eviten efectos duraderos sobre el aparato productivo. Por el otro, medidas de salud pública que permitan pruebas masivas, trazabilidad de los casos (con el uso de tecnología) y cuarentenas focalizadas. También mayor coordinación entre países, pues si unos son eficaces y otros no, los riesgos de propagación de unos a otros resurgirán.
El reto es enorme para el Estado peruano.
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