Ornamento. Del lat. Ornamentum. Adorno, compostura, atavío que hace vistosa una cosa.
¿Qué objetivo persigue un cineasta cuando recurre al embellecimiento desproporcionado de su obra? ¿Acaso es necesario demostrar que se domina la técnica a costa de correr un riesgo donde el oropel busca imponerse? ¿Deberíamos conformarnos con un desfile de sensaciones producidas por colores, sonidos y movimientos?
La pretensión esteticista de Aldo Salvini está por encima de todo. Al menos eso parece comunicar con El corazón de la luna, su último largometraje. Desde esa misma presunción observa las fauces de la ciudad salvaje-hermosa que edifica dejando en segundo plano la indiferencia normalizada que gobierna a los habitantes de su universo.
El director privilegia el impacto de sus pinturas en movimiento y aparta grandes posibilidades argumentales que hubiesen podido crear una obra potente, única, distinta a lo que se muestra habitualmente en el cine peruano. Incluso, la propia interpretación que ejecuta la magnífica Haydeé Cáceres (M), el punto más destacable de la película, se siente tan estremecedora como carente de norte.
A nivel visual, El corazón de la luna es un producto imponente, deslumbrante. Es un ejemplo de pericia lumínica y sonora que nunca decae. Los atributos fotográficos y musicales concebidos por Micaela Cajahuaringa y Karin Zielinski, respectivamente, nos trasladan a un mundo de alucinaciones que alimentan las fantasías del personaje central.
M es la anciana que recorre una urbe caótica que no da cabida a la solidaridad o la calidez humana. La mujer vive a la deriva: se gana algunos centavos cargando grandes bultos en un mercado, visita el cementerio que la proyecta hacia recuerdos perdidos, pasa la noche en una casucha deshabitada en medio de un barrio peligroso y miserable. El delirio y la soledad la llevan a adoptar una acompañante que es tan mínima e insignificante como ella misma: una hormiga. El insecto cristaliza el sentido de fragilidad que M representa a nivel social y que Salvini no deja de enfatizar hasta el cansancio.
Los pensamientos y deseos de M están guarecidos por un robot que salta a la “realidad” desde un programa de televisión. Un pariente lejano de los superhéroes de las Ultraseries japonesas. El metálico ángel de la guarda tiene la misión de hacer feliz a la anciana en medio de la invisibilidad que le otorga su condición errante. Nadie se dará cuenta si M muere o sobrevive. Su miseria material es equiparable a su delirio y desesperanza. Su tránsito por la vida discurre a través de un sendero monótono.
Sin embargo, la rutina de M es la extensión repetitiva del propio Salvini que deja a medias una historia estéril absorbida por las tentaciones de las formas. En este caso, por los llamativos encuadres, las atractivas variantes luminosas y los hipnóticos efectos sonoros. El corazón de la luna juega a ser una ahijada de Wong kar-wai, pero se disuelve en el espejo del Gaspar Noé más efectista.
La representante peruana en la carrera para alcanzar el Oscar en la categoría a mejor película arrastra una pugna tramposa entre el fondo y la forma como nunca antes se vio en otro trabajo de Aldo Salvini. Un ornamento visual que atrapa miradas, pero que no cala hondo.
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