La fórmula para contar historias sobre venganzas debe ser una de las más utilizadas y antiguas que hay en el cine. Son tantas las películas que retratan a víctimas, victimarios y justicieros que cuesta entender la motivación que empuja a los realizadores para seguir por una senda, aunque redituable, sin mayores novedades respecto a estructuras narrativas o argumentos. Y es que las historias que abordan la venganza siempre son previsibles, a menos que alguien se salga del molde y apueste por la disrupción, salte hacia otro género a media película y falle en el intento. No hay más que tres pasos de manual: asesinato (o intento de aseinato), persecución al ejecutor y ajuste de cuentas.
Entonces, ¿por qué ver una nueva película que confíe ciegamente en este tema? David Fincher nos da la respuesta con su última obra: El asesino, una entrega tan impactante a nivel visual como profunda en el descubrimiento psicológico de su protagonista. The Killer (Michael Fassbender) es contratado para asesinar a un hombre de negocios, pero falla. Ese error le costará caro porque la agencia que lo empleó enviará a dos sicarios para silenciarlo. El pecado de los matadores será dejar al borde de la muerte a la novia de The Killer en el intento por encontrarlo. El personaje central moverá cielo y tierra a fin de hallar a los torturadores, tanto materiales como intelectuales.
Todo lo anterior no es un spoiler. Es la trama tradicional que cualquier espectador espera si le hablan de un filme de acción orientado al tópico de la venganza. Sin embargo, Fincher se detiene y reformula la manera de presentar su producto, su tema. Los 20 primeros minutos corresponden a un monólogo interior donde The Killer reflexiona a propósito del sentido de la vida y la muerte, la necesidad y la importancia de habitar el planeta, el transcurrir y el aprovechamiento del tiempo, las probabilidades de ser recordados u olvidados y una serie de pensamientos existenciales que lejos de parecer una especie de verborrea críptica se aproxima a una particular mirada de la fugacidad humana, siempre con una locución en off, monocorde y sarcástica, mientras se ejercita practicando yoga.
Tras ese arranque, Fincher gestiona el ritmo de la película de modo episódico por los diferentes países en que el protagonista emprende su huida y su venganza. En todo este tránsito, un halo de sofisticación y elegancia envuelve la rutina del asesino a sueldo: paradisíacas playas, elegantes restaurantes y lujosos edificios que se van tiñendo de sangre. También es atractiva la forma en que se presenta la naturaleza escurridiza que tiene The Killer en sus idas y vueltas por los dos lados del Atlántico. Un fantasma que se escabulle a través de múltiples identidades y se ampara en modernas armas que James Bond y John Wick mirarían con envidia. En esas secuencias, y la mayor parte del metraje, Fincher acude al espectáculo prudente que otorgan los silencios bien llevados y los recorridos perfectamente planificados, siempre con sigilo, sin bombardas, con glamour.
El director de Seven, El club de la pelea y Zodiaco explora la violencia a partir de un personaje que ejerce su oficio de forma mecanizada, lo que lleva a pensar en el sentido de deshumanización que también intenta reflejar la película. Esta premisa no responde solamente al acto de asesinar, sino de ver pasar cualquier acción injusta o reprobable delante de nuestros ojos sin la mayor intención de conmovernos. El asesino también es una crítica a un mundo violento al que nos estamos acostumbrando. La última película de Fincher está varios escalones por debajo de sus mejores entregas, pero no deja de ser una de las muy buenas sorpresas que Netflix ha producido en el 2023. No seamos desmemoriados, estamos ante uno de los mejores directores del nuevo milenio.
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