Nadar tanto para terminar vencido al filo de la orilla. No hay mejor frase que refleje lo que sucede con la última entrega de El justiciero, la segunda saga de acción más importante de los últimos 10 años después de John Wick. Seamos honestos: no se trata de que el epílogo sea malo sino que las dos primeras partes tienen una factura elevada que deja a la última como una película medianamente lograda, sin el espíritu disruptivo y sombrío de sus antecesoras. La franquicia dirigida por Antoine Fuqua y protagonizada por Denzel Washington tiene un gusto a despedida agridulce. A la melancolía de quien dice adiós, pero que deja atrás a más deudos disconformes que a herederos satisfechos.
La historia sitúa al enigmático Robert McCall en Italia, exactamente en la hermosa costa amalfitana. Tras un inicio explosivo, donde balas, patadas y puñetes surcan el ambiente de una casa de campo siciliana, McCall recala, herido, en un apacible pueblo llamado Altamonte donde el tiempo parece detenido. Sin embargo, la tempestad, en la figura de la Camorra, se asoma para perturbar la idílica monotonía de la zona y el aparente retiro del hombre silencioso. Una agente de la CIA, Emma Collins (Dakota Fanning) se unirá a la lucha contra la mafia en un laberíntico tráfico internacional de drogas y una red de corrupción con injerencia en las altas esferas del poder.
El justiciero: Capítulo final vuelve a plantear la idea del “retiro del héroe” -en este caso, un antihéroe con todas las credenciales posibles- y pasa buena parte del metraje construyendo el contexto adecuado para proyectar los pensamientos de un hombre reflexivo que se contenta con lo sencillo, lo humilde, lo básico. Es decir, el proceso de meditación que atraviesa McCall está cargado de estampas cotidianas que lo humanizan hasta un nivel de contrición en el que su fe se convierte en un refugio al que desea aferrarse. No olvidemos que desde la primera película estrenada en el 2014, el personaje representado por Washington siempre tuvo un pie en la vereda del profeta atribulado y el otro en el carril del predicador solitario.
En ese sentido, es entendible la intención de Fuqua al momento de colocar a su personaje central en un encrucijada donde su mayor deseo consiste en alejarse del lado salvaje que siempre le ha obligado a derramar sangre, pero es más atractiva la mirada de religiosidad que rodea todo el tiempo a la trama. La expiación de las culpas sólo puede hallarse en el beneficio espiritual que otorga la compasión, la solidaridad y el amor por el prójimo. En resumidas cuentas, en algunos de los valores de la cristiandad. Este subtexto funciona hasta cierto punto. El innecesario resaltado del mismo y el abuso de situaciones en que la bondad y la amabilidad atiborran gran parte de las escenas terminan transformando el contexto en un acartonado paraíso de buenas intenciones.
Por otro lado, las escenas de acción siguen siendo el nervio de la saga. McCall, siempre pendiente de la cuenta regresiva de su reloj de pulsera, desfoga la furia de una máquina de matar respaldado en la credibilidad que le otorga las diversas coreografías de lucha. Además, desde la perspectiva visual, el telón de pueblo pintoresco también acrecienta el atractivo de la cinta. Panorámicas naturales de ensueño, plazas, iglesias, restaurantes y bodegas conforman el circuito que fácilmente podría plasmarse en un libro de atracciones turísticas.
El justiciero: Capítulo final se excede en el juego redentorio de su personaje central obligándolo, lamentablemente, a sacudirse del aura taciturna que conquistó a sus seguidores en las dos películas anteriores. Insisto, no es una mala película, aunque hubiese ayudado mucho que las tribulaciones de McCall tengan una materialización más intensa y menos acaramelada.
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