Augusto Góngora fue un periodista y documentalista chileno que durante su ejercicio profesional se opuso al régimen dictatorial de Augusto Pinochet. Desde el programa Teleanálisis -del que fue editor y director- puso en evidencia los problemas sociales y económicos que atravesaron sus compatriotas. Escribió sobre la necesidad de luchar, conservar y entender la democracia como el eje de cualquier Estado libre, donde la libertad de expresión es uno de sus baluartes principales.
Sin mayores idealismos o sin que caigamos en un romanticismo político, Góngora fue, básicamente, un demócrata que se empeñó en generar memoria para los chilenos. Sin embargo, en los últimos años de su vida, el Alzheimer se encargó de destruir todo aquello por lo que luchó. Vaya crueldad paradójica.
Maite Alberdi -directora de El agente topo, La once, Los niños- aborda, mediante La memoria infinita, la vida de Góngora en un trabajo que sigue la misma línea de sus documentales anteriores: un registro intimista que escarba en la cotidianeidad del personaje central hasta colocarlo en medio de conflictos que ponen a prueba sus capacidades intelectuales, afectivas y físicas.
Alberdi realizó su película en épocas pandémicas y para no interrumpir la línea temporal de su trabajo acudió a Paulina Urrutia, esposa de Góngora, quien grabó escenas caseras del comportamiento y deterioro del hombre. En términos generales, la historia que narra Alberdi es triste y devastadora, pero también carga una efectividad brutal que para algunas miradas podría situar al filme en un terreno morboso por la sobreexposición de Góngora.
Estas líneas no pretenden defender a Alberdi desde el fuero moral porque no hay necesidad de hacerlo. La memoria infinita es un manifiesto de amor. Me atrevería a decir que es más que una historia de amor. Es un viaje hacia la fatalidad en el que Góngora y Urrutia deben sortear obstáculos invisibles para los que no están preparados. Ella cuida a su marido como si se tratara de un niño que empieza a entender el mundo -aunque todos sabemos que pronto lo olvidará todo- y lo reeduca en las funciones más esenciales como caminar, comer o bañarse. Lo de Urrutia es sacrificio a cambio de nada.
Alberdi va hasta el límite por medio de circunstancias incómodas y tiernas para decirnos que la paciencia se puede agotar y la desesperación lo puede copar todo, pero que, a la vez, somos seres contradictorios que mientras sufrimos y estamos a punto de patear el tablero, otra fuerza nos armará de solidaridad.
El material de archivo donde aparece Góngora en sus años de reportero y los videos caseros de la relación que mantiene con sus dos hijos sirven para establecer una línea narrativa paralela a la que recorre el vínculo entre el hombre y su mujer. En ese sentido, Alberdi hilvana el pasado y el presente como dos capas complementarias que al superponerse acentúan el impacto melodramático del documental.
La memoria infinita, como todos los trabajos de Alberdi, arrastran un lado político que remite al entendimiento y la crítica de una sociedad opresora e indiferente que deja de lado a los menos favorecidos, especialmente en términos etáreos. La tercera edad vuelve a ser el redil donde más cómoda parece sentirse. Quizá porque pocos realizadores le prestan atención a este sector sin que se vean obligados a calcular las ventanas de exposición y, obvio, las ventajas económicas.
La memoria infinita puede ser una historia mínima y un relato universal. Es la melancólica celebración del amor y el rescate de las reminiscencias de un país. Es uno de los mejores documentales del año y uno de los puntos más altos en la filmografía de su autora.
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