Este será, muy posiblemente, un artículo impopular. No escribiré sobre el ranking del croissant, el culebrón de Gabriela Sevilla o la estafadora del odioso concierto de un rapero. Despotricaré, como siempre, con toda intensidad, sobre la justicia en el país que, pese a que nadie quiere notarlo, está en el medio de la noticia todos los días.
Si hay una violación a un menor de edad es porque la justicia básicamente no pudo llegar a tiempo. Si existe inseguridad ciudadana es porque la justicia es un parque de diversiones. Si hay corrupción es porque la justicia tiene, casi siempre, salidas convenientes a la venta (o en alquiler al menos).
Pese a ser la causa más popular de todas, pese a que la población demanda cotidianamente “queremos que se haga justicia”; todos los presidentes han preferido, cobardemente, no meterse en líos. Algunos por conveniencia (por sus anticuchos y chicharrones) o porque, simplemente, ignoran cómo hacerlo e insisten en mirar al techo.
En los pasillos del litigio las cartas se siguen jugando. La corrupción no solo está representada por ese sobre manila o en una cuenta bancaria de un testaferro, también se configura cuando los jueces y fiscales se valen de su poder para favorecer a la argolla. Tanto las cabezas de la Fiscalía, como las del Poder Judicial han convivido y sostenido en muchos casos -desde tiempos inmemorables- una corrupción fina, de delicados conflictos de interés casi imperceptibles que serán excusados, cuando salen a la luz, como un error de cálculo. Así no puede existir justicia. Solo tráfico de influencias.
Los esfuerzos que hacen algunos jueces y fiscales heroicos son eso, esfuerzos individuales. No vemos, al menos yo no lo veo, un conjunto de instituciones con características de hacer valer el principio más importante del Estado de Derecho: la igualdad ante la ley. Veo, en contraposición, a la cadena de la injusticia conformada por entidades básicamente tomadas por la corrupción y los intereses personales: Policía, Fiscalía, Poder Judicial e INPE.
Por esta razón no debe extrañarnos la situación reinante. Ante la injusticia, ante la impunidad hay dos tipos de emociones ya presentes en el país: la apatía y el resentimiento, este último que se traduce en la violencia que finalmente es la modalidad más extrema de la justicia, el ajusticiamiento. Cuando la justicia no funciona, entonces debemos recurrir a hacer justicia por mano propia y con toda la desproporción de nuestra ira contenida. De ahí salen los imitadores de justicieros como abundan acá o en el extranjero y todo se degenera de su cauce sin garantías para nadie.
Si el Estado no quiere -o no le interesa- hacer justicia (impartirla) y no hay movimientos interesados en promover algo orgánico, institucional y sostenible “desde adentro”, entonces tenemos que buscar formas de hacerlo desde la población (la sociedad civil como dicen). Hacer justicia con equilibrio y de manera permanente. El camino será largo e ingrato tal vez, pero infinitamente sostenible y, desde luego, justo.
Lima, 27 de octubre de 2022
Eduardo Herrera Velarde
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