El fresco recuerdo de las correrías infantiles del autor por las tradicionales calles de Barrios Altos.
Nunca llegué a saber el porqué de la diversidad de sobrenombres con que
la gente lo conocía. Algunas veces escuché que le decían “Canebo”,
otras “Watson”, más de las oportunidades “Negro”, pero muy pocos lo
llamaban por su nombre de pila.
Su madre solía gritarlo – el nombre -
cada vez que no divisaba al inquieto muchacho en los alrededores de la
pequeña casa que compartían con un hombre viejo, serio, de poco hablar,
mucho roncar y que no era el padre.
El muchacho era intensamente negro,
tanto así que en más de una calurosa y oscura noche se atrevía a
caminar desnudo al amparo del pobrísimo alumbrado que existía en el
callejón de un solo caño donde vivía, y salvo uno que otro avispado,
pocos lo advertían. Así era de negro y también de travieso. El estudio
no lo caracterizaba y era extraordinariamente afable, cuando se lo
proponía.
Creo, sin embargo, que era un negro extraño: para nada le interesaba
Alianza Lima y el fútbol; ignoraba quién había sido Mauro Mina; corría
hacia la derecha si la bronca surgía a la izquierda; y poco le llamaba
la atención juntarse con gente que compartiera una porción de su color.
Sin embargo, tenía la energía suficiente para silbar, cantar y bailar,
si fuera posible, todo el día.
“Canebo”, “Watson” o “Negro” fue mi amigo, pese y extrañamente a que
compartíamos muy pocas aficiones. Caminábamos juntos por las calles de
la vieja Lima, aquellas por donde algunos aseguraban haber visto pasear
al mismísimo demonio. Esos relatos, además de sublevarnos, nos unían en
la necesidad de descubrir lugares que imaginábamos recónditos y hasta
ultraterrenos.
Nos juntábamos muy temprano para emprender la aventura,
y jurábamos, al internarnos en lo que creíamos que era un mundo
escondido, que llegaríamos a sitios donde sólo Dios nos podía amparar.
Confieso que nunca nos dimos plenamente cuenta lo que lográbamos, pero
entre correrías, empujones, juegos, lisuras, alguna pequeña pelea,
besos volados a lindas chicas y burlas para las más feas, poco a poco
fuimos internalizando la historia de una gran ciudad y de sus grandes
personajes.
Lo primero en llamarnos la atención fue la inexistencia de puertas para
usar la llave que a distintas y extrañas personas entregaba un señor
muy elegante que fungía de alcalde. Nos enteramos, eso sí, que justo en
la frontera entre la realidad y nuestra fantasía, ubicada entre nuestra
calle y las que comenzábamos a explorar, fue levantada en la época
colonial una gran muralla, con una enorme puerta, la que única y
exclusivamente se abría para los amigos del dictador que estuviera en
el gobierno. Años después, casi a fines del siglo XIX, don Nicolás de
Piérola dejó en evidencia de que la puerta de Cocharcas, en Barrios
Altos, no era inexpugnable: la venció e ingresó a conquistar Lima,
sitiada por Isaías de Piérola, su hijo, que penetró por el lado de la
Plaza 2 de Mayo.
Hasta conocimos el lugar donde se reclinaron sus huestes para pedir
protección a la Virgen de Cocharcas (donde hoy existe una iglesia del
mismo nombre, en el jirón Huánuco), y la Plazuela del Teatro (la que
flanquea hoy el teatro Segura), ahí donde establecieron su cuartel
general e hicieron descansar a los equinos mientras que los sufridos
jinetes curaban sus heridas en el pequeño hospital, ahora conocido como
2 de Mayo.
Un viejo zapatero (que afirmaba haber perdido un dedo al escapar de una
persecución durante la dictadura de Odría) nos contó, cual si fuera
guionista de cine, que se luchó durante tres días, y que los muertos
fueron más de tres mil, un número muy alto, pues en la ciudad y en su
vecino puerto solo vivían menos de 200 mil personas. Es como si hoy
murieran de pronto más de 100 mil personas.
“Negro”, “Canebo” o “Watson” y yo seguíamos y vivíamos extasiados el recorrido.
Al encontrar raras marcas en antiguas paredes pensábamos que eran parte
de un código secreto inventado por los combatientes, pero luego
estallábamos en carcajadas porque nos percatábamos que era pintura
reciente.
El andar nos llevó a rincones, descubrir monumentos y lugares que ya no
existían más que en el recuerdo del viejo zapatero, y nos permitió
enterarnos de leyendas, como la de “La piedra del diablo”, en la
esquina de los jirones Junín y Cangallo (Barrios Altos), aquella del
hoyo en el centro, por donde Ricardo Palma afirmaba que un demonio
había escapado de la furia de la Virgen del Carmen, y que algunos
afirman que al llegar la medianoche arde y despide un humillo, como si
le diera el sol de febrero.
En fin, caminamos mucho, nos divertimos más, pero de seguro aprendimos, a lo mejor sin querer, a creer y amar a nuestra ciudad.
Del negro, como lo llamaba en ratos de buen y mal humor, no sé más.
Alguien me dijo que hace mucho tiempo también pasó a ser una leyenda.
COMENTARIOS
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muy buenos recuerdos los de ricardo, la calle enseña muchas cosas, que no las enseña ni la mejor universidad del mundo; la calle es la universidad de la vida.
mi incógnita es si se trata del “negro canebo”.
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Esta historia es real? Me gustaría saber para que cuando vaya a Lima percurra por esas calles…
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