El debut de Demián Rugna con Aterrados (2018) generó tantos elogios justificados que no sería una exageración afirmar que se trata de la mejor película latinoamericana de terror de la última década. Por ello, cuando su segundo largometraje se convirtió en el gran triunfador de la pasada edición del Festival de Sitges las dudas aumentaron en el sentido de preguntarnos si el director argentino es actualmente el principal exponente del género en Sudamérica, a pesar de cargar sobre sus espaldas con tan sólo dos trabajos fílmicos.
Después de visionar Cuando acecha la maldad, las posibilidades se convierten en certezas respecto a la capacidad narrativa de Rugna, consolidándose como un realizador de mirada hábil que sabe cómo hilvanar historias en cualquier tipo de contexto sin traicionar su ideario artístico. En Aterrados las acciones transcurren en una calle bonaerense -que puede estar en cualquier barrio del mundo, de ahí el carácter universal de la película-, mientras que en Cuando acecha la maldad la trama está situada en un ambiente rural donde la presencia demoníaca vuelve a coparlo todo.
Con su nuevo filme, Rugna propone un cambio de “locación”, pero su sello sigue siendo el mismo. Es decir, la forma de exponer sus ideas y los recursos narrativos por los que discurren las mismas podrían hacernos pensar que estamos ante un díptico con mirada de autor. De esta forma, lo que para algunos podría parecer una repetición -en un sentido estrictamente cinematográfico no argumentativo- termina siendo la impronta de alguien que apuesta por darle la espalda a los productos prefabricados del género, aquellos que desfilan por las carteleras sin mayor originalidad.
Es cierto que Rugna tiene un filón que lo acerca a John Carpenter desde la oscuridad derivada del torcido melodrama que fomenta el estadounidense. No obstante, el argentino expone señales propias del suspenso que también remiten a influencias de Hitchcock o de Cronenberg, sin que algunas de sus dos películas sean ejercicios sujetos a las características intrínsecas del policial o el body horror. En ese sentido, es imposible no advertir la pericia de Rugna cuando maneja el ritmo a través de una narración (casi) en tiempo real dejando de lado las elipsis o cualquier otro mecanismo al que estamos acostumbrados a ver en decenas de producciones.
Cuando acecha la maldad no lanza salvavidas alguno para remediar el mal que invade a los habitantes de un pueblo alejado en la ruralidad argentina porque escapar del destino es un acto estéril. Lo mismo sucedió con Aterrados. Las películas de Rugna son luchas contra la desesperación y la angustia en que los personajes siempre terminan atrapados psicológica y geográficamente. En el caso de su nuevo trabajo, dos hermanos descubren a un hombre poseído al que temen y repelen por la mala suerte que traerá su maldición a la localidad en la que viven, según una vieja leyenda. La única manera de evitar la catástrofe es alejando el cuerpo purulento -alejar al demonio- lo más que se pueda. Los hermanos no saben que mover al poseído aumenta exponencialmente los efectos diabólicos. En sí, la película también es un fascinante acto de supervivencia.
Cuando acecha la maldad no pierde el sentido de naturalidad que tiene su antecesora, pero sí hace notar que sus tejidos están mejor producidos. Rugna mantiene el nivel a costa de otros elementos como el empleo persistente del sonido y un trabajo fotográfico que resalta los amplios paisajes campestres. No sería raro que el director sea convocado por algún estudio hollywoodense y saboree las mieles de los grandes presupuestos. Por el momento, disfrutemos de la perspectiva libre y peculiar que lo ha hecho destacar.
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