Hace poco terminé de leer un par de libros de un joven autor peruano que desde ya se los recomiendo efusivamente, Marco Avilés es su nombre y tiene el mérito creo yo de haber escrito uno de esos libros cuya lectura se vuelve imprescindible y casi obligatoria para cualquier peruano: De dónde venimos los cholos, y no, no tiene signos de interrogación, no es pregunta, es una afirmación, y describe perfectamente lo que encontrará el lector en sus páginas, es una especie de ensayo-crónica, un recorrido por esos lugares de dónde venimos los cholos y que hemos ignorado inconscientemente o quizá adrede debido a nuestra creencia de que el Perú es Lima, que Lima es Miraflores, que Miraflores es la avenida Larco y que Avenida Larco dicho sea de paso también es esa mítica canción de la banda Frágil, curiosa coincidencia pues justamente por frágil es que nuestra memoria muchas veces no concede espacio a esos lugares de dónde precisamente venimos los cholos.
Pero dije que había leído un par de libros, el otro, que es consecuencia del primero o un complemento, mejor dicho, es: No soy tu cholo, ensayo con anécdotas y reflexiones del autor sobre esos momentos que le hicieron sentirse cholo, pero no con orgullo, sino con incomodidad debido a una choleada faltosa, grosera, artera y claro, racista. La lectura de estos libros me hizo reflexionar y recordar esos momentos en donde yo también había experimentado esa incómoda realidad racista del Perú, así que decidí compartir estas experiencias con ustedes a modo de catarsis.
La primera vez que oí una choleada fue de boca de mi madre, una arequipeña buenamoza blancona con un poco más de metro y medio de estatura, se estaba refiriendo al enamoradito que había descubierto que tenía mi hermana de 13 años en el colegio: ¡No te quiero volver a ver con ese cholo! le dijo, con el consiguiente escándalo y discusión familiar que como entenderán se produjo inmediatamente después. Yo tenía 6 años y lo único que entendí es que ese chico era un cholo porque no era blanquito como nosotros, antes de continuar debo decirles que mi piel en vivo y en directo tiene un aspecto color nabo impresionante, soy lo que se dice un desabrido, un desteñido, un despintado, soy un cholo blanco, que en mi mente de niño inocente sería una especie de oxímoron del tipo: tensa calma u orden aleatorio. Lo curioso de esta choleada de mi madre es que tengo un medio hermano por parte de mamá que según esa misma lógica es un cholo nato: chato, nariz aguileña y cobrizo, y al que mi madre amaba tanto como a mí y a mi hermana. Al parecer mi madre era una racista convenida, un oxímoron de amor maternal.
Cuando nací me llevaron al humilde departamento que alquilaban mis padres en La Victoria, cerca al ex cine Odeón (esta referencia si eres millenial seguramente no la entenderás, digamos que era uno de esos cines antiguos que luego se convirtieron en iglesias evangélicas), al mes de nacido nos mudamos a otro departamento un poco mejor puesto en Balconcillo, ahí viví hasta los 10 años, en un barrio típico de clase media con amiguitos típicos de clase media, había blanquitos, negritos, cholitos y chinitos, de todo como en botica, a propósito este dicho que acabas de leer ya no es tan usual, pero al parecer vino a mi memoria debido a estas remembranzas infantiles. Si teníamos algo en común con mis amigos de barrio era que éramos eso, todos chicos de barrio, todos iguales, todos en colegios clasemedieros, todos con papá sin carro, todos en departamento alquilado. A los 11 años nos mudamos a Surco a la casa de mi tía y ahí encontré una realidad totalmente diferente, era el año 1986 y la zona de Prolongación Benavides recién se estaba poblando, muchas de las casas estaban en construcción, con vigilantes y sus familias viviendo dentro. Pero además me encontré con los niños de este nuevo barrio, qué a diferencia de mi ex barrio victoriano, eran, si se puede utilizar esta expresión “más blancos que yo”: ojos claros, pelo castaño o rubio, apellidos extranjeros o compuestos, casas o departamentos propios de hasta 3 pisos, colegios “pitucos” y ropa de marca. Tomar consciencia de una diferencia tan marcada de estratos sociales me impactó profundamente. Ahí yo era pobre, ahí yo era cholo, pero no tan cholo ni pobre como los hijos de los vigilantes con los que jugábamos futbol casi a diario. Y la conformación de equipos era curiosa: eran los blanquitos versus los cholitos, los adinerados versus los pobres, los dueños versus los vigilantes. Yo no sabía a qué equipo meterme, ahora me causa mucha gracia ese cuestionamiento filosófico púber ¿Qué soy? ¿A qué equipo pertenezco? (Y en este caso no tenía nada que ver la connotación de gustos sexuales de la palabra equipo) ¿Soy del equipo de los cholos o de los blancos? me preguntaba. Igual la decisión la tomaron ellos, finalmente fui del equipo que metía gol primero, sabia decisión tomada no por mi color ni mis facciones sino por mi pésimo manejo del balón. A veces jugaba con los pobres otras con los pitucos. Ese estar en el medio ha sido una constante en mi vida. Finalmente me hice más amigo de esos chicos de piel quemada pero cuyos padres habían logrado éxito económico, esos a los que ahora se les conoce como empresarios emergentes o con el disfemismo: cholos con plata y que venían, debido a la cercanía, del sur de Lima: San Juan de Miraflores, Villa El Salvador o incluso más allá, Chincha o Cerro Azul, y que buscaban su ascenso social mudándose a Surco.
Vayamos ahora hacia adelante, tenía 16 años, muchos de mis amigos vecinos del barrio como les dije eran “más blancos” que yo. Un día uno de ellos cuando íbamos camino a alguna fiestecilla por molestarme me dijo: ¡Oe no te van a dejar entrar porque tienes cara de cholo!, frase que fue acompañada de la risa burlona por parte del grupo. Me choleó delante de todos y admito con vergüenza que me dolió. Tenía total sentido su “observación” pues como dije líneas arriba, soy un cholo blanco, tengo ciertos rasgos andinos pero mi piel es muy blanca. El hecho es que me sentí ofendido, no supe cómo reaccionar, probablemente luego de un: ¡calla baboso!, la chacota haya terminado, sin embargo la impronta quedó. Si mi madre se hubiera enterado que cholearon a su hijo probablemente le hubiera dado un soponcio de la impresión.
Pasaron los años, ya estaba en la universidad. La palabra cholo se había instaurado en el lenguaje coloquial juvenil como una forma de decir amigable, buena onda, de patas. ¡Habla cholo! ¡Qué tal cholito! ¡Oe cholo pásame la 3! En la universidad como en el Perú había de todos los colores y tintes. Recuerdo claramente cuando un amigo, uno de esos de barrio, de colegio nacional, provinciano, criollón y entrador como él solo se dirigió hacia otro amigo, esos de los más blancos: alto, ojos claros, colegio pituco. ¡Oe cholo!, le dijo a lo que inmediatamente respondió el otro: ¡Cholo tu viejo huevón! ¡Háblame bonito! Eso bastó para que explotaran las risas de todo el grupo, incluyendo la mía, el cholo blanco.
Terminé la universidad y empezó el drama de la búsqueda de empleo, eran los 90s, Fujimori estaba en su segundo dictatorial gobierno. La situación era complicada. Estaba desesperado por trabajar, mi padre tratando de ayudarme me contó que uno de sus sobrinos, o sea mi primo, era un abogado reconocido en el medio (de hecho unos años después llegó a ser viceministro de justicia) y quizá podría darme algunos consejos. No entendía que consejo podría darle un abogado especializado en derecho penal a un ingeniero industrial recién egresado como yo, pero acepté ir a visitarlo por complacer a mi padre. No conocía a mi primo, era la primera vez que lo veía, me abrió la puerta la empleada, me pidió que lo esperara un momento porque estaba ocupado, minutos después llegó y me saludó amablemente, pasamos a su despacho y conversamos durante unos 15 minutos. Le di mi curriculum para ver si lo podía colocar con algún contacto (aunque sospecho que tras unos días adornando su escritorio terminó en el tacho de la basura), le conté sobre mis intereses y lo preocupado que estaba por no encontrar trabajo. Luego de los consejos típicos de hermano mayor me miró y me dijo sin ningún rubor: Tranquilo, ten paciencia, tienes suerte, te apellidas Herrera y eres blanco, y eso en el Perú es una gran ventaja, aprovéchala. Ahí estaba otra vez esa maniquea realidad, blanco o cholo, bueno o malo, suerte o desgracia, prosperidad o pobreza. Parece que el Perú tuviera una escala cromática bicolor, pero en lugar de blanco y negro, ve blanco y cholo, siendo el cholo todo lo que no es blanco, el cholo, el negro, el marrón: los no-blancos.
Podría seguir contando decenas de experiencias, el hecho concreto es que en Perú a pesar de que podemos ser compañeros de trabajo, amigos, patas, “broders” y decir muy orondos de la boca para afuera que todos somos iguales, que todos somos peruanos, que todos somos cholos y que no discriminamos, hay un racismo soterrado que se comprueba día a día en el barrio, en los centros de estudios, en las entrevistas de trabajo, en las preferencias de ciertas universidades, de ciertos apellidos, de cierto círculo y no hablo del clasismo típico que existe hasta en los países del primer mundo, hablo de racismo puro y sin maquillaje. A todos esos vecinos, amigos, compañeros, colegas, familiares les diría con la mejor onda del mundo: Oe cholo no será que en el fondo si eres racista.
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