(Sobre)vivir en Madrid

Rafael Robles Olivos

Lo que pasa cuando pasas tres años viviendo fuera

Allá arriba, mi miedo a volar fue lo de menos.

A más de cuarenta mil pies sobre el Océano Atlántico, atravesando nubes a ochocientos kilómetros por hora, el temor de no ser capaz de vivir lejos de mi familia se hizo todavía más grande que mi vieja fobia a estrellarme a la velocidad de un misil de guerra.

Allá arriba pensaba en mi padre. Pensaba en mi madre. En mis hermanos y mis sobrinos. Pensaba en todos ellos y me sentía un traidor. Un traidor que los deja solos, que escapa del resto, que huye del país como un cobarde. ¿Por qué tengo que irme tan lejos de todo lo que conozco y quiero? ¿Por qué no puedo quedarme igual que los demás?

Lloré desde la puerta de embarque.

Lloré porque me iba, pero también porque vi llorar a mi padre por primera vez.

Y fue por mi culpa.

Tenía ochenta años y su hijo menor se le iba a España. Llorar estaba permitido.

En el avión le pedí a mi chica que por favor me prometiera que volveríamos, aun cuando en el fondo sabíamos que no queríamos volver. Le pedí que regresáramos cuando termine su maestría y yo pudiera continuar lo que falte del doctorado desde Perú, desde Lima, desde casa. Ella fue lo más leal que pudo. Me tomó de las manos, me miró a los ojos con una madurez que recién le conocía y no dijo nada. Su silencio fue una respuesta. Si habíamos llegado hasta aquí no sería para arrepentirnos al primer dolor que sintiéramos. Ambos sabíamos que esto pasaría. Nos habíamos preparado para este momento. Todas las emociones cruzadas como un nudo en el corazón. Todas las culpas. Todas las ganas de abandonar, de tomar un taxi de regreso y llegar a casa a la hora del almuerzo, aunque sea solo una vez más.

Ella seguía sosteniéndome las manos.

Para mí fue como si sostuviera el avión entero con sus manitos. Mi Atlas particular cargando sobre los hombros un Airbus de 275 toneladas y a un chico demasiado sensible.

Esperó a que estuviera más tranquilo y por fin terminó con el silencio.

-Nos irá bien. Oye, mírame (la miré), tú y yo estaremos bien. Estaremos bien porque estaremos juntos- dijo mi chica y esta vez sentí las turbulencias en el estómago.

Cuando aterrizamos en Barajas, nuestras manos todavía estaban juntas, húmedas de tanto apretar. Miramos Madrid por la ventana. Un momento después el avión se detuvo sobre la pista, nos desabrochamos los cinturones de seguridad y yo tuve la sensación de que había perdido un poco el miedo a volar.

 

*

Encontramos un estudio en el barrio de Argüelles. Es pequeño, solo algo más grande que mi habitación en Perú, pero tiene dos balcones que miran a la calle Ferraz. En uno de ellos mi chica ha sembrado un arbolito. Una palmera de 40 centímetros de alto que compramos a 15 euros en una tienda muy cerca de aquí. Nuestro diminuto y silencioso oasis entre edificios de concreto y material prefabricado.

Yo siempre quise vivir en un lugar con balcones. Mi chica siempre quiso cuidar de sus propias plantas.

En este tiempo hemos pasado una pandemia. Un encierro. Juntos, como me dijo ella en el avión. Cambiamos las clases presenciales por la pantalla de una computadora. Mi abuela murió. No pude despedirme de ella. Cancelaron los vuelos de Madrid a Lima. Tratamos de levantar la cabeza para no ahogarnos. Estaremos bien porque estaremos juntos. Desde los balcones vimos cómo pasaban los policías y las ambulancias y cómo les aplaudíamos todos y nos saludábamos sin conocernos.

También vimos a las personas pelear.

A los negocios cerrar.

Y en todo este tiempo nuestra pequeña y silenciosa palmera hacía lo único que podía hacer: volverse más fuerte. Más firme, como preparándose para los vientos del invierno. Confinadas en su propia naturaleza, sus ramas parecen darse cuenta del espacio que tienen a su disposición. De lo grande que es todo. Se abren como una mano que nos da y a la vez nos pide. Al igual que nosotros, nuestro árbol crece lo que se le permite crecer. Al igual que nosotros dos, ha sobrevivido a la peor tormenta.

Pienso en mi chica con ternura, cuidando de las delgadas hojas, comprobando que la tierra esté húmeda, que no haya insectos peligrosos y que el sol no sofoque sus colores. Pienso en mi chica con ternura y recuerdo que era mi madre quien se encargaba del jardín en Lima. La casa era más grande entonces. Es algo que ocurre cuando nos hacemos adultos: que las cosas de nuestra infancia se vuelven más pequeñas. Yo jugaba con la pelota de fútbol y a veces, con un tiro que salía desviado, dañaba las plantas sin intención de hacerlo. Escuchaba cómo crujían. Algunas se caían por completo, otras se doblaban en dos y resistían, heroicas, como abatidas por un disparo. Pero mi madre no me decía nada. Ella prefería callar y dejarme ser libre. Lo sigue haciendo. Ella elegía a su hijo jugando. Elegía a su hijo sonriendo por encima de su tristeza.

Y yo sigo siendo ese niño.

Reconozco la voz de mi madre cuando quiere llorar en nuestras llamadas por Zoom. Ella cree que no me doy cuenta. Me dice que está contenta por mí, que aproveche cada minuto en España, que me cuide, que cuando pase la pandemia vendrá a visitarnos. Pero su voz la delata. A nueve mil quinientos kilómetros de distancia, sé que cuando nos despidamos ella no tendrá quien la abrace.

Me gusta pensar que con mi ausencia su jardín ha florecido. Que está más bonito que nunca y que eso la hace ilusionarse. Que no hay quien quiebre las plantas. Me gusta pensar que ya nadie podrá hacerle daño ni a ella ni a sus arbolitos.

 

*

Un día dejé de tomarle fotografías a todo.

Ese día el asombro por Madrid fue reemplazado por la sorpresa de sentirme en casa. La palabra turista perdió sentido para mí. Empecé a establecer algunas rutinas. Salir a correr. Estudiar en las mañanas. Leer por las tardes.

Y casi sin proponérmelo, hice amigos.

Buenos amigos de varios países. De España, Italia, Francia y Portugal. De México, Alemania, Chile, Colombia y Perú. Esta ciudad cosmopolita parece el álbum de figuritas del mundial. Ahora juego al fútbol con ellos. Mi padre dice que el fútbol es el idioma universal de los hombres. También vamos al cine y tomamos cervezas. Viajamos cuando podemos. Reímos mucho. Conversamos mucho. Aprendo de ellos. De su forma de ver el mundo, de tolerar, de no hacerse problemas ni fijarse en asuntos sin importancia. Ellos no lo saben, pero sin ellos sería imposible deconstruir a la persona que fui. Ahora cuestiono las cosas que hice y pensé, y que todavía hago y pienso. ¿Sería tan malo descubrir que estamos equivocados? Pongo a mi país, a mí y a todo lo que me enseñaron en él sobre una larga mesa de cirugía. Quiero que mi país salga de esta sala de operaciones sin tumores en el organismo. Si algo sabemos hacer los peruanos, es levantarnos. Hemos cambiado. Con la distancia puedes ver el mapa de Perú completo. Con la distancia la burbuja donde vivía es apenas perceptible. Insignificante. Si quisiera podría romperla con la punta de los dedos y el mapa seguiría igual. Aprendemos porque estamos lejos. Aprendemos lo que allá no hubiéramos aprendido. Y empezamos otra vez. Este es el inicio de nuestra nueva normalidad en un lugar que cada vez sentimos menos extranjero. En la calle me preguntan por una dirección y yo se las doy. La señora del café me saluda, me conoce. El peluquero sabe qué tipo de corte debe hacerme. Los del bar me ponen un vermú sin preguntar. De modo que era posible construir tus sueños lejos de todo lo que conoces y quieres. Porque ahora lo que conozco y quiero también está aquí.

Y veo a mi chica cuando va al trabajo por las mañanas.

Y la veo contenta.

Ella también se ha hecho más fuerte. También ha abierto las alas como queriendo abarcarlo todo. Libre. Segura. Con espacio. La veo con ternura, de pie frente a mí, alta como un pequeño árbol, y es como si le crecieran flores ante mis ojos. Estamos juntos y estamos bien. Nuestras familias lo saben desde Lima. Dicen que se nota, en nuestra cara, en la voz de nuestros audios, en las fotos que subimos, en la tranquilidad de nuestras palabras. Dicen que mi sobrino Mateo quiere venir a estudiar en una universidad española. Que es probable que sea pronto. Que en cierta manera hemos creado un camino para él, para ellos, para ellas. Una ruta inversamente colonizadora hacia el nuevo viejo mundo.

Pero esas serán sus historias. No las mías.

Anoche, antes de empezar a escribir todo esto, llamé a mis padres por Zoom. Desde que vine a España he perdido la vergüenza de decirles que los quiero, así que se los digo todo el tiempo, como quien compensa por las veces que callé. Al inicio ellos no sabían qué responder. Luego, de a pocos, aprendieron a decirme que también me quieren. Ese es nuestro idioma universal.

Antes de despedirnos, recordamos que faltan solo seis meses para vernos otra vez. Este diciembre mi chica y yo iremos para Navidad. Seguro nos sorprenderá sentir algo de tristeza por dejar Madrid. Vivir fuera es sufrir en dos aeropuertos distintos. Alegrarse en dos hogares diferentes.

En estas fiestas, luego de tres años separados, estaremos todos juntos de nuevo.

Ahora sé que, por eso, estaremos bien.

 

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