El mundo de hoy es muy distinto al de hace unos años. No es que existan más escándalos corporativos, simplemente hoy existen más posibilidades de ser descubierto.
Además de que vivimos en un mundo de plena información, en el que todo queda en huella firme, existe una clara predisposición de las personas a denunciar, casi compulsivamente. Todos quieren ser denunciantes y merecer el reconocimiento público por ello. Esto hace que se generen casos de todo tipo: falsos, otros verdaderos y relevantes y aquellos que no tienen ninguna relevancia pues solo aumentan el chismerío colectivo.
La situación antes expuesta determina la necesidad no solamente de hacer las cosas correctamente (o continuar haciéndolas así), sino que hay que demostrarlo, evidenciarlo, documentarlo.
Mi experiencia me ha llevado a entender que, muchas veces, las empresas tienen excelentes intenciones, sin embargo, se desconoce si los que ocupan las líneas de estructura menor se encuentran plenamente alineados con eso. Hablamos aquí de los famosos incentivos.
En la empresa de hoy existen muchos intereses mezclados que no necesariamente se encuentran alineados. Por ejemplo, no es el mismo interés el del Gerente, que el de un empleado o el del dueño de la empresa. Salvo excepciones, la mayoría vela por su propio bien. En otros casos, aun existiendo el correcto alineamiento de intereses, los incentivos externos (por ejemplo, un sector con altos índices de corrupción) hace que exista una pugna entre lo que “se debe de hacer y lo que se tiene que hacer”. Finalmente, en buena parte de los casos, existe pleno desconocimiento de los límites porque se cree que como siempre se obró de tal o cual manera y nadie dijo nada (o nadie lo descubrió) estamos en el camino correcto; incluso existen comportamientos ciertamente irregulares que se ejecutan, por ejemplo, por todas las empresas que forman parte como competidores de un mismo sector. No todas las personas tenemos el ADN de la prevención de corrupción y la ética igual de despierta.
Muchos dirán que la solución se encuentra en designar a un oficial de cumplimiento e implementar modelos de compliance como casi todas las empresas lo tienen en la actualidad. Pese a ello, está demostrado con más de un caso real a nivel mundial que, cuando se tienen los incentivos determinados (necesidad de cumplir un objetivo) los procedimientos, las políticas, el compliance y el sufrido oficial de cumplimiento se pasan por alto.
Si quiere mantener el control señor accionista, ceda un poco de poder con alguien que se encuentre alineado a sus intereses como por ejemplo hizo Odiseo al pedir que lo amarren al mástil y que no obedezcan sus órdenes de ser desatado. El temor, en ese momento, era sucumbir al canto de las sirenas, hoy la cosa ha cambiado y ese temor puede venir de acciones presentes o incluso pasadas, hoy hay un riesgo real y común. Por eso es vital tomar decisiones estratégicas y dejar de jugar a la tómbola.
Entonces se trata de poner una silla incómoda en el directorio para un director que sea el pepe grillo del empresario que le señale el riesgo, que le advierta y que, por supuesto, le sugiera el camino viable (si lo hubiese). La razón de encumbrar a este personaje a ese nivel es precisamente por la relevancia de las decisiones, las muchas que se toman y requieren de ciertas características esenciales: confidencialidad y especialidad. Es esa silla en el directorio que le podrá decir: “no, esto no pasa” porque puede generar un riesgo que luego podrá ser perjuicio reputacional y económico.
La incomodidad nunca es agradable. En este caso podríamos decir que es necesaria porque el poder genera responsabilidad. Señor empresario no se moleste, no se irrite, es por su bien; algún día podría incluso agradecerlo.
Lima, 10 de diciembre de 2019
Eduardo Herrera Velarde.
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