Por Besly Muñoz, estudiante de la carrera de Derecho de la Universidad del Pacífico.
Una experiencia por la que todos los estudiantes transitamos en algún
momento de nuestras vidas es conseguir nuestra primera experiencia laboral.
Las primeras prácticas marcan el comienzo de la construcción de nuestra
carrera profesional, al mismo tiempo que nos brindan la invaluable oportunidad
de aprender nuevas habilidades, crear redes de contacto y redescubrir
nuestras fortalezas y pasiones.
En contraste, una sociedad moderna que amplíe y diversifique su economía y
estructura ocupacional, con servicios creadores de ciudadanía social, cuyo
sistema político sea participativo y tenga alta capacidad de promover y asimilar
cambios, no debería tener una relación distante con su juventud. Sin embargo,
aún existen insuficiencias estructurales para incorporar a las nuevas
generaciones al ámbito laboral. Existe una brecha entre el aula universitaria y
el centro de trabajo, entre el perfil del egresado técnico o universitario y las
habilidades demandadas por el mercado laboral. Es decir, existe una
“inadecuación laboral”, una desvinculación entre la educación y el mercado
laboral.
En el Perú, el 37% de jóvenes entre 15 y 29 años no pueden acceder al
mercado laboral después de terminar sus estudios. Muchos de ellos afirman no
tener la oportunidad de comenzar a practicar debido a su inexperiencia, a que
la calidad educativa que recibieron no se alinea con las necesidades del
mercado, o simplemente porque carecen de contactos para ingresar a un
puesto de trabajo competitivo.
Si bien en las aulas universitarias pasamos años adquiriendo conocimientos técnicos, el mercado laboral actual demanda habilidades adicionales. Entre estas habilidades, destacan la resiliencia, resolución de problemas, empatía, adaptación al cambio, mejora continua, generación de valor para la organización, manejo de las emociones y trabajo en equipo. Estas competencias blandas, conocidas como ‘soft skills’, constituyen el talento demandado que satisface las cada vez más exigentes demandas del mercado.
Sin duda, todo ello representa un enorme reto para el diseño de políticas. El
sector educativo debe dar mayor importancia al acceso a programas de
enseñanza de calidad, a la orientación técnica y vocacional de los jóvenes, así
como al desarrollo de competencias que aseguren las habilidades necesarias
para la inserción laboral en el futuro.
Según el economista Miguel Jaramillo, la brecha entre los sectores de
educación y trabajo debe superarse con la colaboración del sector privado.
Esto implica identificar qué competencias no están siendo abordadas por el
sistema educativo y, además, facilitar el acceso de los jóvenes al mundo formal
mediante prácticas preprofesionales. Estas prácticas combinan el trabajo y la
capacitación, ofreciendo una experiencia laboral valiosa.
Finalmente, las prácticas preprofesionales deben ser diseñadas para garantizar
que los estudiantes obtengan una experiencia educativa valiosa. Es crucial que
recibamos orientación y retroalimentación constante para maximizar nuestro
aprendizaje, y que se respeten nuestros derechos como aprendices y futuros
profesionales. Tanto las empresas como las universidades tienen la
responsabilidad compartida de asegurar esto.
La inversión en programas de prácticas fortalece el tejido mismo de la sociedad
al fomentar la formación de profesionales bien preparados y comprometidos,
que en un futuro se integrarán al mercado laboral y serán el capital humano
productivo que se requiere. Invertir en la productividad de los jóvenes es
invertir en el desarrollo a mediano y largo plazo.
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